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Críticas 52
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
9
22 de noviembre de 2010
102 de 125 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Animal Kingdom" es el primer largometraje del director australiano David Michôd. Junto con "Winter's Bone", de la estadounidense Debra Granik, la película ha sido la gran triunfadora en la última edición del Festival de Sundance, en el que obtuvo el Premio del jurado al mejor filme internacional en la categoría de drama.

Se trata de un thriller dramático que retrata la vida de una familia de delincuentes en Melbourne. Está basado -muy libremente- en ciertos hechos reales que tuvieron lugar en Australia en 1988, y que incluyeron el asesinato a sangre fría de dos agentes de la ley. Los actores, excepción hecha de Guy Pearce, que tiene un papel secundario, no son demasiado conocidos, pero son sobradamente solventes y aportan credibilidad a la historia.

La película es contada desde el punto de vista de Josh (“J”) Cody (interpretado por James Frecheville, cuya desesperante inexpresividad encaja perfectamente con el personaje), un chaval de 17 años, inadaptado, confuso e inexperto que, al morir su madre de una sobredosis (nada más empezar la película, en la sobrecogedora escena inicial), recala en casa de su abuela y sus tíos, una familia disfuncional donde las haya, que dedica todas sus energías al crimen y se encuentra en el punto de mira de la policía local. Por cierto, hablando del crimen como negocio familiar, nada que ver con los simpáticos muchachotes que nos presenta Ben Affleck en la reciente "The Town": la familia Cody es una manada de indeseables mezquinos y rastreros. La policía, corrupta y de métodos expeditivos, no mejor que ellos, los persigue como a alimañas, y ellos se comportan en todo momento como tales. Especial mención merece el personaje de la matriarca, la abuela del chico, una especie de "Ma" Barker a la que le gusta besar a sus hijos en la boca.

J se debate entre la lealtad familiar y el amor a su novia, que representa una alternativa posible para la sórdida vida que lleva. En cierto modo, puede decirse que la película es la historia del aprendizaje moral de Josh (o, desde otro punto de vista, de su destrucción moral), de cómo el pobre chaval desorientado, viviendo entre auténticas alimañas, es capaz de madurar, encajar el sufrimiento y tomar decisiones.

La película, indudablemente, te atrapa. La primera mitad puede engañar al espectador, que creerá encontrarse ante una película de crítica social en la línea, digamos, de los hermanos Dardenne, pero pronto las cosas cambian y se advierte que nos hallamos ante un thriller de la mejor estirpe, y que el ritmo moroso del principio era necesario para sentar las bases de lo que pasa después. El director conduce el tempo de la película con una rara habilidad, hasta llegar a un desenlace que llegamos a sentir como necesario.

En resumen, un thriller de calidad, de los que por desgracia no abundan tanto últimamente.
26 de junio de 2011
39 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Es posible aunar en una misma película la reflexión sobre el Holocausto y el humor más zafio? ¿Hablar de la más terrible degradación del ser humano al tiempo que se hace reír al respetable con chistes de pedos y letrinas? Aunque no lo parezca, es posible. Lina Wertmüller lo hizo en esta película, y el resultado es una obra maestra inapelable, una comedia dramática que está, a mi modo de ver, entre lo mejor y más profundo que el cine ha podido decir acerca de la barbarie nazi y, por extensión, acerca de la condición humana.

Las películas de Wertmüller no son, sin duda, un manjar apropiado para todos los paladares. Más que a degustar un exquisito bistec, la experiencia de ver alguna de sus obras equivale a darse un atracón de callos con garbanzos, tan apetitosos como grasientos. «Pasqualino Settebellezze» es la mejor de las tres películas de Wertmüller que he visto (las otras son «Mimí metalúrgico herido en su honor» y «Film de amor y anarquía»), y no precisamente porque se aparte de su línea habitual, sino más bien porque la lleva al extremo. Relata la historia de un hampón napolitano de poca monta, Pasqualino, apodado irónicamente «Siete Bellezas» por tener siete hermanas, a cual más fea. Lo conocemos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando acaba de desertar y se pierde por los brumosos bosques alemanes hasta que es capturado y enviado a un campo de concentración. Al tiempo que se nos cuenta esto, mediante una serie de flashbacks sucesivos se nos relata su vida en Nápoles antes de la guerra y el crimen que se vio obligado a cometer para mantener el «honor» de la familia, con resultados catastróficos. Dos líneas argumentales, por lo tanto, con un marcado contraste visual: la luminosidad del sol de Nápoles y su abigarrada y barroca arquitectura frente a la siniestra y desoladora penumbra de los barracones del campo de concentración alemán. El acertado montaje permite un interesante juego de espejos entre las dos historias que se nos cuentan: en Nápoles, Pasqualino hace lo imposible por cuidar su imagen y su concepto del honor; en Alemania, ya sólo cuenta sobrevivir a toda costa.

A lo largo de ambas líneas argumentales, lo esperpéntico y lo macabro van frecuentemente de la mano, aunque es cierto que las secuencias del campo de concentración, aun sin excluir el humor, son de una enorme dureza. En un ambiente irreal (semioscuridad, colores fríos, neblinas) se nos presenta un panorama digno del Infierno de Dante. Además, el contraste con la comicidad de otros momentos de la película hace que estas escenas resulten aún más horribles. La historia napolitana, en cambio, abunda más en peripecias cómicas, satirizando, como en otra gran película de Wertmüller («Mimí metalúrgico herido en su honor»), los alambicados códigos de honor y el desmesurado machismo propios del sur de Italia.
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El personaje de Pasqualino es interpretado por uno de los más grandes actores de la comedia italiana, habitual del cine de Wertmüller, Giancarlo Giannini: una interpretación excepcional, gracias tanto a su inagotable expresividad mímica como a su cómico acento meridional (impostado, ya que él procedía del norte de Italia). Giannini borda la radical transformación del personaje, de perdonavidas barriobajero a auténtico «gusano» humano que, perdido todo atisbo de dignidad, lucha denodadamente por sobrevivir, de un modo al tiempo trágico y grotesco. Pero los secundarios de esta película son también inolvidables; por citar solo a algunos, brillan con luz propia la colosal Elena Fiore, espléndida en su encarnación de Concettina, la hermana más «rebelde» del protagonista, y Fernando Rey, que da vida brevemente a un excéntrico anarquista español. Sobresaliente también para la banda sonora de Enzo Jannacci, especialmente para el tema «Tira a campà».

La película admite, en mi opinión, diferentes lecturas. Por un lado, critica la actitud que ante Mussolini y el régimen fascista tuvo la mayoría de los italianos, como puede verse en el intercambio de opiniones que Pasqualino tiene con un preso político con el que coincide accidentalmente en el vestíbulo de una estación. Como una gran mayoría de sus compatriotas, Pasqualino «no se ocupa de política», pero tiene cierta simpatía por el Duce, ya que, según su opinión, ha limpiado las calles y ha devuelto su orgullo al pueblo italiano. Su interlocutor desmonta con facilidad estos demagógicos argumentos que, sin embargo, les fueron útiles a millones de italianos para aceptar sin problemas de conciencia el régimen fascista.

Pero la película se puede leer también como una reflexión amarga sobre la condición humana. El viejo anarquista español que interpreta Fernando Rey hace una serie de comentarios irónicos sobre el nazismo y los campos de exterminio, preconizando como ideal del futuro «el hombre en el desorden», en contraposición con la «ordenadísima» industria nazi del exterminio. Paradójicamente, el personaje que mejor encarnará este ideal no es el anarquista, sino el propio Pasqualino, un asesino carente de ideales, bajo y rastrero, capaz de hacer cualquier cosa para sobrevivir, pero que resulta simpático al espectador por su absurda confianza en sí mismo, más allá de cualquier consideración racional. Su egoísmo desmedido y su carencia absoluta de escrúpulos le permitirán finalmente sobreponerse a su destino. Pero su mueca en el plano final de la película es amarga: el precio de la supervivencia es la renuncia a todo lo que de verdaderamente humano hay en el hombre.

Y todo esto, además, en una película llena de situaciones y personajes, pese a todo, enormemente divertidos y entrañables, frente a la que es imposible que nadie se aburra ¿Acaso se puede pedir más?
28 de junio de 2011
34 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
El «Dopplegänger», el doble, es uno de los temas favoritos del cine fantástico, que ha explotado con frecuencia el desasosiego que nos produce el encuentro con otro que al mismo tiempo es y no es uno mismo. «El otro señor Klein», magnífica película rodada en Francia por el estadounidense Joseph Losey, recurre también a la idea del doble, pero no para construir un relato fantástico al uso, ni para explorar los vericuetos de la psique humana -como haría ese mismo año y en ese mismo país otro expatriado, Roman Polanski («El quimérico inquilino», 1976)-, sino como metáfora política, para reflexionar acerca de la actitud del pueblo francés ante la persecución de que fueron objeto los judíos durante la ocupación alemana (1940-1944). Porque, en este caso, «el otro» es el judío. Losey critica con ferocidad la actitud pasiva e indiferente con que los franceses aceptaron la persecución de los judíos. Una persecución que se materializó no solo en leyes raciales discriminatorias, sino también en deportaciones masivas, como la redada del «Vel d' Hiv» (Velódromo de Invierno) , entre los días 16 y 17 de julio de 1942, que se saldó con la detención de 13.152 personas, la mayor parte de las cuales fueron enviadas a campos de concentración. (Sobre este mismo vergonzoso suceso, de importancia central en «El otro señor Klein», se han estrenado en 2010 dos películas: «La redada» y «La llave de Sarah»).

«El otro señor Klein» cuenta la historia de Robert Klein (Alain Delon), un marchante de arte que vive confortablemente en el París ocupado. No es antisemita, pero no tiene empacho en aprovechar la difícil situación de los judíos para obtener beneficios económicos. Elegante, bon vivant, amado por varias mujeres, no hay problemas en su vida hasta que un día encuentra en su puerta la revista, «Informaciones judías», que se distribuye exclusivamente entre la comunidad israelita, con su nombre y dirección. Al indagar descubre que existe en París otro Robert Klein, fichado como judío, y desde entonces dedica todas sus energías a dar con él. El señor Klein encarna la actitud del francés medio ante la persecución de los judíos. De hecho, el nombre del personaje no es casual, sino que fue tomado por los guionistas, Franco Solinas y Fernando Morandi, de un personaje real entrevistado por Marcel Ophüls para su excelente y polémico documental «Le chagrin et la pitié» (1969), acerca de la colaboración de los franceses con los ocupantes alemanes. Dicho personaje, llamado Marius Klein, era un comerciante alsaciano que, para evitar ser confundido con un judío a causa de su apellido, publicó anuncios en la prensa dejando muy claro que era francés de pura cepa. Aceptando así, sin cuestionársela en absoluto, la aberrante lógica de los ocupantes nazis.
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En la película de Losey, las seguridades de Klein/Delon se resquebrajan cuando el otro irrumpe en su vida. Encontrarlo se convierte para él en una auténtica obsesión; al mismo tiempo, de forma progresiva, su identidad va cambiando, inapreciablemente al principio, de manera más evidente después. En varios momentos se sugiere idea de que en realidad los dos señores Klein pudieran ser una misma persona. El desdoblamiento se expresa visualmente en las frecuentes escenas en que Delon contempla su imagen en el espejo con actitud distante, como si no se reconociera.

Delon reviste a su personaje de una frialdad que no deja traslucir las conmociones internas que está experimentando. En cierto modo, su rol es bastante pasivo, ya que lo verdaderamente importante del filme (la intriga urdida por el otro señor Klein) ocurre siempre fuera de campo. Klein/Delon únicamente reacciona, siempre con retraso, a las maquinaciones del otro, que permanece siempre en la sombra y del que, como de otros ilustres ausentes cinematográficos, llegamos a preguntarnos si realmente existe.

«El otro señor Klein» tiene la estructura de un thriller, con ecos de Hitchcock, y, al mismo tiempo, el tono existencialista de una novela de Kafka. Como en «La metamorfosis», en que la insólita transformación de Gregor Samsa en un gigantesco insecto es aceptada con naturalidad por sus familiares, en la película se acepta una aberrante «normalidad» en la que los judíos, despojados de su condición humana, son sometidos a exámenes «raciales» como si se tratase de animales (véase la desoladora escena inicial de la película). Como en «El proceso», cuyo protagonista comparte con Robert Klein la inicial de su apellido, la maquinaria burocrática despoja al sujeto de su identidad, de su libertad y, finalmente, de su propia vida.

Un excelente relato de misterio que es al mismo tiempo un perturbador retrato de la indiferencia humana ante el dolor y el sufrimiento ajenos. Una película valiente al enfrentarse a un tema nada grato para el público francés, que lo premió sin embargo, no sin polémica, con tres premios César, entre ellos el de mejor película.
Oscuridad, luz, oscuridad (C)
CortometrajeAnimación
Checoslovaquia1989
7,1
2.140
Animación
8
20 de diciembre de 2010
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
En este corto de siete minutos de duración asistimos a la historia de un hombre que se hace a sí mismo. Literalmente. Tiene algo de alegoría medieval este extraño relato en que los miembros, guiados por las manos, van reuniéndose hasta formar un ser humano completo. El motivo del cuerpo desmembrado hace pensar en cierta pintura surrealista, en ciertos cuadros famosos de Dalí o de Max Ernst. Claro que este corto no es solo un cuento sobre miembros amputados, sino una especie de relato de la creación (en el que las manos moldean la plastilina igual que en el Génesis Yahvé amasaba la arcilla), un peculiar relato de la creación en que el creador y la criatura son el mismo ser.

En fin, divagaciones. Innecesarias porque el cortometraje es entretenido: no diré que bonito porque más bien hay un intencionado feísmo, como lo demuestra el que se usen órganos de animales (digo yo) o réplicas hiperrealistas de los mismos, si es que no son de verdad. Destaca también el tono ligero, nada solemne, de la película, con momentos cómicos como la ducha que debe recibir cierto miembro (el que llamamos "miembro" por antonomasia), para poder entrar por la puerta.

Como mínimo, tendrán ustedes siete minutos muy entretenidos.
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A medida que el proceso de construcción avanza, el hombre va teniendo menos espacio. Y finalmente apaga la luz de la pequeña habitación en la que se encuentra, quedando todo sumido en la oscuridad (y dando sentido al título: "Oscuridad - Luz - Oscuridad"). ¿Habrá que ver en esto la intención del autor de aludir alegóricamente a la situación en el país bajo el comunismo? Podría ser, teniendo en cuenta que la película es de 1989, el año en que cayó el muro de Berlín. En cualquier caso, el relato funciona por sí solo, y resulta sobradamente desasosegante sin necesidad de recurrir a interpretaciones políticas, o psicoanalíticas, o del tipo que sean.
8 de octubre de 2016
60 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Engendro comercial e inauténtico que busca asegurarse una buena taquilla recurriendo a 1) estereotipos políticamente correctos, 2) efectos especiales deslumbrantes al servicio de ideas simplonas y poco originales, y 3) una intensísima y agotadora campaña publicitaria. La historia no puede resultar más falsa, y ni su acuosa fotografía ni las pobretonas interpretaciones -las de todo el elenco- ayudan en nada. Antes al contrario. Sensiblería de pacotilla, personajes falsos de toda falsedad, relatos pretendidamente profundos... Un intento de hacer algo parecido a "El laberinto del fauno" pero sin ningún talento, aplicando mecánicamente fórmulas predecibles y ñoñas. Produce sonrojo esta consagración mediática de la mediocridad más absoluta.

Un monstruo que será pronto olvidado. Por fortuna.
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