Sin duda el lenguaje cinematográfico se nutre de numerosas expresiones artísticas y técnicas para lograr su gramática propia; la música, la fotografía, las posiciones de cámara, el ritmo generado por el montaje y otros tantos recursos, ya conocidos por casi todos sus artífices o espectadores.
No obstante, la fuente principal de todas las historias a contar emana de la literatura. Entonces, cuando aparece una película con un guion poderoso, con una estructura clara y actuaciones que se juegan al servicio de esa trama, nos encontramos con la conmovedora delicia de algo bien contado, de inicio a fin.
Es que a veces no hacen falta golpes bajos, ritmo vertiginoso ni deslumbrantes efectos especiales.
A veces, el cine y nuestra pequeña existencia, puede alcanzar su máxima expresión con el encanto de un sencillo relato.

Si no fuera por el guión sería una buena película, porque las actuaciones, la ambientación, la dirección y la música están bastante bien, pero la historia es poco creíble. El principio es bueno, pero luego se estira como excusa de borracho y lo que parecía ser un guión atrapante se diluye hasta llegar a un sopor de domingo. Le sobra metraje. Las casi dos horas que dura bien se podrían reducir a una y todo se entendería mucho mejor y pasaría de ser un mal largometraje a ser un buen mediometraje. Es como el café: es mejor tomarse una tacita chica de café bueno y no un litro de jugo de paragüas.

La película es larga porque es sentida, necesita decir y mostrar esas noches y esos días, necesita mostrar el dolor de un primer amor no correspondido, necesita tirar abajo las caretas que tira, mostrar la verdad de los valores del barrio, la necedad, los vericuetos. Duele la historia pero algo toca, marca la piel en una decena, por lo menos, de problemas urbanos de esta sociedad que trata la discapacidad desde el punto de vista de la capacidad, lo cual es mucho más doloroso, seguramente, que la propia película.