Amor bajo el crucifijo
7,3
224
11 de diciembre de 2024
11 de diciembre de 2024
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
El miércoles 27 de noviembre de 2024, en el madrileño y entrañable cine Doré, vi por vez primera en gran pantalla ‘Amor bajo el crucifijo’. Fue una experiencia de luz inolvidable. Ya conocía la filmografía breve y completa –seis títulos– de la excelente Kinuyo Tanaka; pero el gran formato, en cine, es otra cosa.
La cinta aborda, como ‘Silencio’, de Martin Scorsese, las dificultades que tuvo el cristianismo en tierras japonesas. El impacto de ver al emblemático actor Tatsuya Nakadai con una cruz al pecho perdura en mis retinas. Su voz, inconfundible, es vehículo de la palabra de Jesús en territorio samurái: ¿cómo podría germinar esa semilla en un lugar tan alejado?
La directora sopesa y cuida cada elemento, imprime una pátina indeleble de melancolía que recuerda a Yasujiro Ozu, se zambulle en el melodrama con un talento no menor que el de Kenji Mizoguchi, sabe extraer hondura de lo cotidiano como Mikio Naruse; al igual que Kaneto Shindo o Masaki Kobayashi domina los registros atmosféricos. Destila las esencias del cine japonés, pero su forma de encuadrar y de rodar no es subsidiaria.
Cada plano es como un verso de un poema universal. El film es, en efecto, un canto del amor en femenino –el título original es el nombre de ella–. Son tantas las secuencias memorables que apenas puedo enumerarlas: las ceremonias milimétricas del té; el encuentro en la cabaña; la procesión de la mujer convicta; el recorrido final de Ogin-sama, que rememora el tránsito, en ‘Pechos eternos’, que conduce hasta las puertas de la morgue. La película desnuda la situación de las mujeres en la historia, dibuja lazos familiares, relaciones de poder e hipocresía, ensaya acerca del honor, la ostentación, lo verdadero. El compás de música y silencios cristaliza en un escalofrío que no cesa, teñido de pudor.
La ceremonia del té, en la barca, es de una belleza sobrecogedora. Antes de adentrarnos en ella, asistimos a una discusión conyugal; el marido reprocha a la protagonista su falta de instinto femenino –se refiere, claro está, a que se resiste a tener relaciones sexuales–. Sabemos, por la escena anterior, que el hombre viene de una farra con mujeres. Tras un breve forcejeo, rasga con violencia el diario de su esposa. Hay un fundido. Nos recibe el piar de los pájaros y un plano general y luminoso. El siguiente plano muestra a Ukon Takayama (de quien está enamorada) con la mirada gacha mientras uno de sus correligionarios sorbe el té. Ese plano desmiente la falta de ‘instinto femenino’ en Ogin-sama. Takayama alza la vista y dice que tiene ante sí un paisaje que ya no habrá de ver, puesto que ha sido desterrado. Antes de finalizar la frase, el cambio de plano nos muestra a Ogin-sama y su marido. Ella misma es el subtexto, el ‘paisaje’ perdido, la corriente fluvial que avanza sin remedio. Un nuevo plano incluye a los esposos junto a Takayama: este la mira, afirma que la ve feliz… aunque nada coincide con lo que se dice. El plano de ella, aureolada por el río, que muy pronto se repite brevemente, es el punto culminante del relato. No hay suelo firme para los amantes, sólo el líquido que pasa, como las gotas de tiempo en la clepsidra. La escena completa dura algo más de minuto y medio; la emoción que provoca es imborrable. La despedida en ese espacio abierto y restringido es, a la vez, distante e íntima; no creo que se pueda ir más allá.
Recuerdo una novela de la popular Agatha Christie, en la que el detective deduce, mirando un cuadro, que la mujer retratada por el artista lo está observando en el acto de pintar como quien observa al amante que se muere. La intensidad de ese mirar le da la clave del asesinato del pintor. No he podido evitar que la sensación de esa mirada se mezcle con el plano de Ogin-sama al aire libre. Hay algo irremediable en el decurso de esa agua, como si la vida se deshilvanara en la corriente; un latir de plena luz en la antesala del morir.
La coreografía, la escala de los planos, el número de personajes que se alterna en cada uno de ellos, el ritmo, la cadencia y tono de los parlamentos, el sonido silente… y ese fluir del río en torno, sutil y constante, configuran una pieza mayor de orfebrería cinematográfica.
Creo saber por qué ‘Amor bajo el crucifijo’ me llega tan adentro. Ha de tratarse necesariamente de la luz; Kinuyo Tanaka transcribe con la luz el alma misma de Ogin-sama. Como si escribiera en el lenguaje de los ángeles. Como si imprimiera en celuloide los versos de Emily Dickinson que, con cierta torpeza literal, me aventuro a traducir:
Hay un Sesgo de la luz,
En las Tardes de Invierno –
Que oprime, como el Peso
De un Cantar de Catedral –
El Cielo entrega una Herida –
No advertimos cicatriz,
Sino una diferencia interna,
Donde habitan los Significados –
Nada puede explicarlo – Nadie –
Es el Sello de la Desesperación –
Una aflicción imperial
Que nos viene del Aire –
Al llegar, el Paisaje lo escucha –
Las Sombras – contienen la respiración –
Al partir, es como la Distancia
En la mirada de la Muerte –
La cinta aborda, como ‘Silencio’, de Martin Scorsese, las dificultades que tuvo el cristianismo en tierras japonesas. El impacto de ver al emblemático actor Tatsuya Nakadai con una cruz al pecho perdura en mis retinas. Su voz, inconfundible, es vehículo de la palabra de Jesús en territorio samurái: ¿cómo podría germinar esa semilla en un lugar tan alejado?
La directora sopesa y cuida cada elemento, imprime una pátina indeleble de melancolía que recuerda a Yasujiro Ozu, se zambulle en el melodrama con un talento no menor que el de Kenji Mizoguchi, sabe extraer hondura de lo cotidiano como Mikio Naruse; al igual que Kaneto Shindo o Masaki Kobayashi domina los registros atmosféricos. Destila las esencias del cine japonés, pero su forma de encuadrar y de rodar no es subsidiaria.
Cada plano es como un verso de un poema universal. El film es, en efecto, un canto del amor en femenino –el título original es el nombre de ella–. Son tantas las secuencias memorables que apenas puedo enumerarlas: las ceremonias milimétricas del té; el encuentro en la cabaña; la procesión de la mujer convicta; el recorrido final de Ogin-sama, que rememora el tránsito, en ‘Pechos eternos’, que conduce hasta las puertas de la morgue. La película desnuda la situación de las mujeres en la historia, dibuja lazos familiares, relaciones de poder e hipocresía, ensaya acerca del honor, la ostentación, lo verdadero. El compás de música y silencios cristaliza en un escalofrío que no cesa, teñido de pudor.
La ceremonia del té, en la barca, es de una belleza sobrecogedora. Antes de adentrarnos en ella, asistimos a una discusión conyugal; el marido reprocha a la protagonista su falta de instinto femenino –se refiere, claro está, a que se resiste a tener relaciones sexuales–. Sabemos, por la escena anterior, que el hombre viene de una farra con mujeres. Tras un breve forcejeo, rasga con violencia el diario de su esposa. Hay un fundido. Nos recibe el piar de los pájaros y un plano general y luminoso. El siguiente plano muestra a Ukon Takayama (de quien está enamorada) con la mirada gacha mientras uno de sus correligionarios sorbe el té. Ese plano desmiente la falta de ‘instinto femenino’ en Ogin-sama. Takayama alza la vista y dice que tiene ante sí un paisaje que ya no habrá de ver, puesto que ha sido desterrado. Antes de finalizar la frase, el cambio de plano nos muestra a Ogin-sama y su marido. Ella misma es el subtexto, el ‘paisaje’ perdido, la corriente fluvial que avanza sin remedio. Un nuevo plano incluye a los esposos junto a Takayama: este la mira, afirma que la ve feliz… aunque nada coincide con lo que se dice. El plano de ella, aureolada por el río, que muy pronto se repite brevemente, es el punto culminante del relato. No hay suelo firme para los amantes, sólo el líquido que pasa, como las gotas de tiempo en la clepsidra. La escena completa dura algo más de minuto y medio; la emoción que provoca es imborrable. La despedida en ese espacio abierto y restringido es, a la vez, distante e íntima; no creo que se pueda ir más allá.
Recuerdo una novela de la popular Agatha Christie, en la que el detective deduce, mirando un cuadro, que la mujer retratada por el artista lo está observando en el acto de pintar como quien observa al amante que se muere. La intensidad de ese mirar le da la clave del asesinato del pintor. No he podido evitar que la sensación de esa mirada se mezcle con el plano de Ogin-sama al aire libre. Hay algo irremediable en el decurso de esa agua, como si la vida se deshilvanara en la corriente; un latir de plena luz en la antesala del morir.
La coreografía, la escala de los planos, el número de personajes que se alterna en cada uno de ellos, el ritmo, la cadencia y tono de los parlamentos, el sonido silente… y ese fluir del río en torno, sutil y constante, configuran una pieza mayor de orfebrería cinematográfica.
Creo saber por qué ‘Amor bajo el crucifijo’ me llega tan adentro. Ha de tratarse necesariamente de la luz; Kinuyo Tanaka transcribe con la luz el alma misma de Ogin-sama. Como si escribiera en el lenguaje de los ángeles. Como si imprimiera en celuloide los versos de Emily Dickinson que, con cierta torpeza literal, me aventuro a traducir:
Hay un Sesgo de la luz,
En las Tardes de Invierno –
Que oprime, como el Peso
De un Cantar de Catedral –
El Cielo entrega una Herida –
No advertimos cicatriz,
Sino una diferencia interna,
Donde habitan los Significados –
Nada puede explicarlo – Nadie –
Es el Sello de la Desesperación –
Una aflicción imperial
Que nos viene del Aire –
Al llegar, el Paisaje lo escucha –
Las Sombras – contienen la respiración –
Al partir, es como la Distancia
En la mirada de la Muerte –
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La música deliciosa del poema, en versos de ocho y seis sílabas, sólo podría reproducirse en castellano pervirtiendo en exceso la significación semántica del verbo inglés. Ya se sabe, ‘traduttore, traditore’; dejo aquí por tanto el texto de la autora.
There’s a certain Slant of light,
Winter Afternoons –
That oppresses, like the Heft
Of Cathedral Tunes –
Heavenly Hurt, it gives us –
We can find no scar,
But internal difference,
Where the Meanings, are –
None may teach it – Any –
‘Tis the Seal Despair –
An imperial affliction
Sent us of the Air –
When it comes, the Landscape listens –
Shadows – hold their breath –
When it goes, ’tis like the Distance
On the look of Death –
There’s a certain Slant of light,
Winter Afternoons –
That oppresses, like the Heft
Of Cathedral Tunes –
Heavenly Hurt, it gives us –
We can find no scar,
But internal difference,
Where the Meanings, are –
None may teach it – Any –
‘Tis the Seal Despair –
An imperial affliction
Sent us of the Air –
When it comes, the Landscape listens –
Shadows – hold their breath –
When it goes, ’tis like the Distance
On the look of Death –
14 de agosto de 2018
14 de agosto de 2018
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las maderas de la estancia rezuman humedad por la intensa lluvia y el frío exterior...pero dentro la inunda una confortable calidez por el momento que comparten los fugados amantes.
Puede ser este un mero y fugaz instante de felicidad, el único que conserven en sus oscuras vidas, y por fin lo sellan entrelazándose en una confesión de amor verdadero...
Poderosa, inolvidable secuencia de la Historia del cine universal. Las obras que hizo Kinuyo Tanaka desde la perspectiva de directora no destacan por la originalidad de sus argumentos y personajes, pero sí de una manera brillante en el aspecto formal y en la composición de escenas autónomas que sin duda quedan en la memoria por su fuerza, como la antes comentada; "Ogin-sama" es un buen ejemplo de ello y, por otra parte, la última vez que lo demostraría, pues decidió retirarse del negocio cinematográfico, primero de la dirección y luego de la actuación, para cuidar a su hermano, enfermo de parkinson.
Su último trabajo ha conseguido una recepción notable, pero deja Toho y se embarca en una ambiciosa producción en Shochiku, tal vez la más ambiciosa de su carrera, a partir de la exitosa novela homónima del gran Toko Kon (a quien todo el mundo, al parecer, quería adaptar en aquellos años '60) y está muy influenciada (como la previa "Girls of the Night") por la visión, estética y el discurso de su mentor y compañero de fatigas Kenji Mizoguchi. Ahora, gracias al despliegue de medios y al alto presupuesto, puede recrear con todo lujo de detalles un pasado histórico situado en la era Tensho.
Es un momento delicado para la nación, mientras Nobunaga Oda plantea sus reformas en la administración y el centro del poder y el flujo de visitantes extranjeros está preocupando a los altos cargos, máxime cuando la gran mayoría son cristianos que se han propuesto introducir su fe en una comunidad tan defensora de sus tradiciones como es la japonesa. En el mismo año, Oshima trata este conflicto en "The Rebel", desde su punto de vista contestatario y crudo; Tanaka, por su parte, y siendo fiel al texto original, no se centra exclusivamente en intrigas políticas, aunque tendrán su parte de peso en el drama íntimo de Ogin.
Heroína clásica de la directora, de Mizoguchi y del mismo "jidai-geki", ésta va a sufrir todos los castigos imaginables al quedar subyugada bajo varias fuerzas externas: ser la hija adoptiva de un maestro de ceremonias del té sin poder político que además pertenece a esa minoría de nativos que han aceptado el catolicismo; ser codiciada como mero objeto de deseo por el poderoso señor Hideyoshi Toyotomi, responsable en esa época de oprimir la invasión cristiana y predicar la unificación imperial japonesa; y la más importante: estar enamorada de uno de los más conocidos conversos, el daimyo Takayama Hikogoro.
Con la acostumbrada fuerza expresiva de la que dota a sus imágenes (esta vez bajo una intensa paleta de colores donde se captura tal belleza pictórica que trasciende la pantalla gracias a las labores del operador Yoshio Miyajima y el diseñador artístico Junpei Osumi), la directora se refugia en la intimidad de esa joven vapuleada por un dilema ético donde se debate su fe por la religión y su amor, lo cual es rechazado, y la cruz, en este caso, vendrá a actuar de solemne soga (al cuello y colgada por el mismo Hikogoro) para preservar su autoimpuesta castidad. Eso impulsa el viaje de Ogin, como el de Oharu, a través del cual irá evolucionando y aprendiendo sobre la tierra en que vive.
Una fábula de introspección de alta carga melodramática pero camuflada, en cierto modo, de periplo épico y grandioso. Y en su transcurso lo que se ofrece es una visión a un tiempo demoledora y sincera de lo que es el Japón de la época (como ya se venía haciendo en el cine desde mitad de la década anterior), atacando las injusticias políticas, la extrema crueldad y codicia de los poderosos (Toyotomi convertido en un anciano baboso y arrogante hasta el punto de mancillar la naturaleza tradicional de la ceremonia del té con sus ostentaciones de clase alta) así como destacando el rechazo a toda cultura externa y, sobre todo, las convenciones que ataban a la mujer.
Pero Tanaka prefiere practicar la distancia sobre los problemas sociopolíticos y hace hincapié en esto último, creando para la ocasión una heroína fuera de toda convención y ajena a los estándares feudales. Si Ogin acepta matrimonio es por un falso desengaño, ya que protege su castidad, y hasta las últimas consecuencias, para entregárselas al único hombre al que ama, tanto si eso significa su total traición al catolicismo y sus reglas como el acabar siendo asesinada por el delito de adulterio y de proseguir en su fe tras imponerse la prohibición del cristianismo en el país.
Al final, "Ogin-sama" se refugia en otras convenciones: las del melodrama histórico y romántico-trágico con la esencia de la literatura de Chikamatsu donde la corrupción política y el poder de los privilegiados triunfan sobre algo tan nimio como el amor de dos personas, aquí exiliados que prefieren morir en los brazos del otro antes que aceptar la humillación; difícil es resistirse a la narrativa sobria y minuciosa que nos brinda la cineasta, y que con tanto esmero se apoya en las atmósferas y el aspecto formal para soliviantar los sentimientos del espectador.
Perfecta Ineko Arima (papel que de ser más joven, habría hecho Tanaka) y un Tatsuya Nakadai más contenido pero cuya presencia ya es un garante de calidad; a su sombra un magistral Ganjiro Nakamura en una de esas pocas ocasiones donde da vida alguien bondadoso.
Abruma su exceso trágico narrativo, y resulta hipnótico en pantalla, un deleite visual y sonoro, al tiempo que se nos brinda una de esas historias que pueden fácilmente desgarrarnos el corazón. Muy aplaudida en su momento (más por la crítica), la natural de Yamaguchi se despide de su oficio a los 53 años con ésta, su obra maestra; seguirá actuando, sí, pero ya jamás se pondrá tras la cámara...
Puede ser este un mero y fugaz instante de felicidad, el único que conserven en sus oscuras vidas, y por fin lo sellan entrelazándose en una confesión de amor verdadero...
Poderosa, inolvidable secuencia de la Historia del cine universal. Las obras que hizo Kinuyo Tanaka desde la perspectiva de directora no destacan por la originalidad de sus argumentos y personajes, pero sí de una manera brillante en el aspecto formal y en la composición de escenas autónomas que sin duda quedan en la memoria por su fuerza, como la antes comentada; "Ogin-sama" es un buen ejemplo de ello y, por otra parte, la última vez que lo demostraría, pues decidió retirarse del negocio cinematográfico, primero de la dirección y luego de la actuación, para cuidar a su hermano, enfermo de parkinson.
Su último trabajo ha conseguido una recepción notable, pero deja Toho y se embarca en una ambiciosa producción en Shochiku, tal vez la más ambiciosa de su carrera, a partir de la exitosa novela homónima del gran Toko Kon (a quien todo el mundo, al parecer, quería adaptar en aquellos años '60) y está muy influenciada (como la previa "Girls of the Night") por la visión, estética y el discurso de su mentor y compañero de fatigas Kenji Mizoguchi. Ahora, gracias al despliegue de medios y al alto presupuesto, puede recrear con todo lujo de detalles un pasado histórico situado en la era Tensho.
Es un momento delicado para la nación, mientras Nobunaga Oda plantea sus reformas en la administración y el centro del poder y el flujo de visitantes extranjeros está preocupando a los altos cargos, máxime cuando la gran mayoría son cristianos que se han propuesto introducir su fe en una comunidad tan defensora de sus tradiciones como es la japonesa. En el mismo año, Oshima trata este conflicto en "The Rebel", desde su punto de vista contestatario y crudo; Tanaka, por su parte, y siendo fiel al texto original, no se centra exclusivamente en intrigas políticas, aunque tendrán su parte de peso en el drama íntimo de Ogin.
Heroína clásica de la directora, de Mizoguchi y del mismo "jidai-geki", ésta va a sufrir todos los castigos imaginables al quedar subyugada bajo varias fuerzas externas: ser la hija adoptiva de un maestro de ceremonias del té sin poder político que además pertenece a esa minoría de nativos que han aceptado el catolicismo; ser codiciada como mero objeto de deseo por el poderoso señor Hideyoshi Toyotomi, responsable en esa época de oprimir la invasión cristiana y predicar la unificación imperial japonesa; y la más importante: estar enamorada de uno de los más conocidos conversos, el daimyo Takayama Hikogoro.
Con la acostumbrada fuerza expresiva de la que dota a sus imágenes (esta vez bajo una intensa paleta de colores donde se captura tal belleza pictórica que trasciende la pantalla gracias a las labores del operador Yoshio Miyajima y el diseñador artístico Junpei Osumi), la directora se refugia en la intimidad de esa joven vapuleada por un dilema ético donde se debate su fe por la religión y su amor, lo cual es rechazado, y la cruz, en este caso, vendrá a actuar de solemne soga (al cuello y colgada por el mismo Hikogoro) para preservar su autoimpuesta castidad. Eso impulsa el viaje de Ogin, como el de Oharu, a través del cual irá evolucionando y aprendiendo sobre la tierra en que vive.
Una fábula de introspección de alta carga melodramática pero camuflada, en cierto modo, de periplo épico y grandioso. Y en su transcurso lo que se ofrece es una visión a un tiempo demoledora y sincera de lo que es el Japón de la época (como ya se venía haciendo en el cine desde mitad de la década anterior), atacando las injusticias políticas, la extrema crueldad y codicia de los poderosos (Toyotomi convertido en un anciano baboso y arrogante hasta el punto de mancillar la naturaleza tradicional de la ceremonia del té con sus ostentaciones de clase alta) así como destacando el rechazo a toda cultura externa y, sobre todo, las convenciones que ataban a la mujer.
Pero Tanaka prefiere practicar la distancia sobre los problemas sociopolíticos y hace hincapié en esto último, creando para la ocasión una heroína fuera de toda convención y ajena a los estándares feudales. Si Ogin acepta matrimonio es por un falso desengaño, ya que protege su castidad, y hasta las últimas consecuencias, para entregárselas al único hombre al que ama, tanto si eso significa su total traición al catolicismo y sus reglas como el acabar siendo asesinada por el delito de adulterio y de proseguir en su fe tras imponerse la prohibición del cristianismo en el país.
Al final, "Ogin-sama" se refugia en otras convenciones: las del melodrama histórico y romántico-trágico con la esencia de la literatura de Chikamatsu donde la corrupción política y el poder de los privilegiados triunfan sobre algo tan nimio como el amor de dos personas, aquí exiliados que prefieren morir en los brazos del otro antes que aceptar la humillación; difícil es resistirse a la narrativa sobria y minuciosa que nos brinda la cineasta, y que con tanto esmero se apoya en las atmósferas y el aspecto formal para soliviantar los sentimientos del espectador.
Perfecta Ineko Arima (papel que de ser más joven, habría hecho Tanaka) y un Tatsuya Nakadai más contenido pero cuya presencia ya es un garante de calidad; a su sombra un magistral Ganjiro Nakamura en una de esas pocas ocasiones donde da vida alguien bondadoso.
Abruma su exceso trágico narrativo, y resulta hipnótico en pantalla, un deleite visual y sonoro, al tiempo que se nos brinda una de esas historias que pueden fácilmente desgarrarnos el corazón. Muy aplaudida en su momento (más por la crítica), la natural de Yamaguchi se despide de su oficio a los 53 años con ésta, su obra maestra; seguirá actuando, sí, pero ya jamás se pondrá tras la cámara...
1 de septiembre de 2024
1 de septiembre de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Kinuyo Tanaka fue una de las grandes damas de la historia del cine japonés, conocida sobre todo por sus interpretaciones para varios de los más grandes directores nipones, colaboró entre otros con Mikio Naruse –“A la deriva” (Nagareru, 1956)-, con Yasujiro Ozu –“Flores de equinoccio” (Higanbana, 1958)- y con Kenji Mizoguchi, a cuyas órdenes protagonizó un puñado de incontestables obras maestras, como “Vida de Oharu, mujer galante” (Saikaku ichidai onna, 1952), “Cuentos de la luna pálida” (Ugetsu monogatari, 1953) o “El intendente Sansho” (Sansho dayu, 1954), casi nada. Sin embargo, su talento y sus inquietudes no se conformaron con situarse delante de la cámara y la llevaron a convertirse en la primera mujer cineasta de Japón, llegó a dirigir, entre 1953 y 1962, seis películas; hoy vamos a centrarnos en su última obra, la estupenda “Amor bajo el crucifijo” (Ogin sama), seguramente la que más me recuerda al cine de Mizoguchi.
“Amor bajo el crucifijo” es un drama de época engarzado con una delicada puesta en escena que fue financiado por una productora formada íntegramente por mujeres, es su segunda incursión en el color, y nos lleva al Japón feudal, con unos primeros planos suntuosos del campo de batalla, que retrotraen nuevamente a Mizoguchi. Tanaka desarrolla este drama en una época de inestabilidad en japón, y lo hace con elegancia, dando relevancia al verde sobre el resto de tonos y a la ceremonia del té, en japonés “chanoyu”. El verde y la ceremonia del té son símbolos que acompañan a la heroína en su camino a la armonía espiritual y hacia un destino similar al de muchas protagonistas de Mizoguchi y Kinoshita, los cineastas que más influenciaron en su cine, aunque también recibiese influencias de otros maestros como Yasujiro Ozu o Mikio Naruse, porque el cine de Tanaka recibe estas influencias, cierto, pero las lleva a su terreno. La película nos habla del cristianismo, pero la religión es no es más que un telón de fondo para contar una historia de mayor alcance sobre temas tan universales, como son la opresión y el amor prohibido, porque en el fondo no deja de ser una poderosa historia sobre un amor condenado en tiempos difíciles.
Está protagonizada por una mujer cuyo carácter y determinación pasan por encima de su papel predeterminado por la sociedad en la que vive, cada plano en el que aparece y cada palabra que dice son una muestra de respeto hacia un personaje que es capaz de renunciar a todo por ser fiel a su amor imposible y que se va haciendo más fuerte a medida que su situación solo le va dejando una salida, convirtiéndose así en la heroína trágica de un film que ni siquiera en los momentos más dramáticos abandona la elegancia y la serenidad -las mismas que caracterizan a su protagonista- en su magistral puesta en escena. El romance que nos muestra entre entre Tatsuya Nakadai e Ineko Arima es prodigioso, admirable, increíble (al igual que sus actuaciones, lo cual era de esperarse de estos dos titanes de la interpretación) e incluso en escenas en las que no están físicamente presentes, todavía puedes sentir su anhelo mutuo.
Otra de las cualidades más llamativas de la película es su esplendor visual. La cinematografía en color, combinada con decorados y un vestuario meticulosamente diseñado, crea una estética deslumbrante que da vida a la época, además el uso de la ceremonia del té como metáfora central añade una capa de profundidad cultural a la narrativa. La dirección de Tanaka muestra su capacidad para evocar emociones y atmósfera a través de una composición cuidadosa y un ojo agudo para los detalles.
Una película importante, tanto como documento histórico, como testimonio de la visión de Tanaka como cineasta, la exploración que hace la película del amor y la fe en el contexto de la represión política resuena con temas universales de sacrificio y devoción, y nos ofrece una visión convincente de un período tumultuoso de la historia japonesa. Otra excelente película de una directora muy talentosa que ha sido ignorada durante demasiado tiempo y que no solo merece destacar por ser una pionera, sino, y sobre todo, por la sensibilidad con la que trazaba unos personajes femeninos tan innovadores y especiales.
“Amor bajo el crucifijo” es un drama de época engarzado con una delicada puesta en escena que fue financiado por una productora formada íntegramente por mujeres, es su segunda incursión en el color, y nos lleva al Japón feudal, con unos primeros planos suntuosos del campo de batalla, que retrotraen nuevamente a Mizoguchi. Tanaka desarrolla este drama en una época de inestabilidad en japón, y lo hace con elegancia, dando relevancia al verde sobre el resto de tonos y a la ceremonia del té, en japonés “chanoyu”. El verde y la ceremonia del té son símbolos que acompañan a la heroína en su camino a la armonía espiritual y hacia un destino similar al de muchas protagonistas de Mizoguchi y Kinoshita, los cineastas que más influenciaron en su cine, aunque también recibiese influencias de otros maestros como Yasujiro Ozu o Mikio Naruse, porque el cine de Tanaka recibe estas influencias, cierto, pero las lleva a su terreno. La película nos habla del cristianismo, pero la religión es no es más que un telón de fondo para contar una historia de mayor alcance sobre temas tan universales, como son la opresión y el amor prohibido, porque en el fondo no deja de ser una poderosa historia sobre un amor condenado en tiempos difíciles.
Está protagonizada por una mujer cuyo carácter y determinación pasan por encima de su papel predeterminado por la sociedad en la que vive, cada plano en el que aparece y cada palabra que dice son una muestra de respeto hacia un personaje que es capaz de renunciar a todo por ser fiel a su amor imposible y que se va haciendo más fuerte a medida que su situación solo le va dejando una salida, convirtiéndose así en la heroína trágica de un film que ni siquiera en los momentos más dramáticos abandona la elegancia y la serenidad -las mismas que caracterizan a su protagonista- en su magistral puesta en escena. El romance que nos muestra entre entre Tatsuya Nakadai e Ineko Arima es prodigioso, admirable, increíble (al igual que sus actuaciones, lo cual era de esperarse de estos dos titanes de la interpretación) e incluso en escenas en las que no están físicamente presentes, todavía puedes sentir su anhelo mutuo.
Otra de las cualidades más llamativas de la película es su esplendor visual. La cinematografía en color, combinada con decorados y un vestuario meticulosamente diseñado, crea una estética deslumbrante que da vida a la época, además el uso de la ceremonia del té como metáfora central añade una capa de profundidad cultural a la narrativa. La dirección de Tanaka muestra su capacidad para evocar emociones y atmósfera a través de una composición cuidadosa y un ojo agudo para los detalles.
Una película importante, tanto como documento histórico, como testimonio de la visión de Tanaka como cineasta, la exploración que hace la película del amor y la fe en el contexto de la represión política resuena con temas universales de sacrificio y devoción, y nos ofrece una visión convincente de un período tumultuoso de la historia japonesa. Otra excelente película de una directora muy talentosa que ha sido ignorada durante demasiado tiempo y que no solo merece destacar por ser una pionera, sino, y sobre todo, por la sensibilidad con la que trazaba unos personajes femeninos tan innovadores y especiales.
12 de noviembre de 2024
12 de noviembre de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Japón feudal, 1587. Largometraje que se desarrolla en una época de conflictos políticos y militares aunque estos no se muestran en el filme, puesto que la obra es un drama romántico entre dos personajes que parecen destinados a nunca estar juntos: Ukon Tamaya (Tatsuya Nakadai) un Samurai cristiano y Ogin (Ineko Arima), la hija de un maestro del té.
El destino de ambos está quebrado, Ukon está casado y Ogin es solicitada por Mozuyo (Hisaya Ito) para casarse con el favor de su padre, las declaraciones de amor poca cabida tienen y ambos siguen sus vidas. Es importante hablar de la parte religiosa, porque Ukon será perseguido por sus creencias y estas también van a envolver a la protagonista.
Última película de la realizadora japonesa Kinuyo Tanaka, encumbrada como un de las realizadoras más importantes de este país asiático, basada en la novela Ogin-sama (1956) del escritor Toko Kon, que tiene como base un hecho histórico real, el guion fue escrito por Masashige Narusawa en uno de sus mejores trabajos.
Luego de realizar obras cercanas a su época, Tanaka se aventura a filmar una obra Jidaigeki, es decir, un drama histórico a finales del siglo XV, aprovechando los recursos visuales disponibles al máximo, la película se construye con una excelente ambientación, tanto de vestuario como en los escenarios, utilizando algunos memorables como el Castillo de Osaka.
Ogin sama presenta la historia de una protagonista que deberá hacerle frente a un contexto difícil, donde su amor se ve ultrajado, totalmente desesperanzador como fueron la totalidad de sus obras como directora. Un enorme cierre para su etapa de realizadora, que seguirá su carrera como actriz durante la década de los sesenta y en menor medida, en la de los setenta.
El destino de ambos está quebrado, Ukon está casado y Ogin es solicitada por Mozuyo (Hisaya Ito) para casarse con el favor de su padre, las declaraciones de amor poca cabida tienen y ambos siguen sus vidas. Es importante hablar de la parte religiosa, porque Ukon será perseguido por sus creencias y estas también van a envolver a la protagonista.
Última película de la realizadora japonesa Kinuyo Tanaka, encumbrada como un de las realizadoras más importantes de este país asiático, basada en la novela Ogin-sama (1956) del escritor Toko Kon, que tiene como base un hecho histórico real, el guion fue escrito por Masashige Narusawa en uno de sus mejores trabajos.
Luego de realizar obras cercanas a su época, Tanaka se aventura a filmar una obra Jidaigeki, es decir, un drama histórico a finales del siglo XV, aprovechando los recursos visuales disponibles al máximo, la película se construye con una excelente ambientación, tanto de vestuario como en los escenarios, utilizando algunos memorables como el Castillo de Osaka.
Ogin sama presenta la historia de una protagonista que deberá hacerle frente a un contexto difícil, donde su amor se ve ultrajado, totalmente desesperanzador como fueron la totalidad de sus obras como directora. Un enorme cierre para su etapa de realizadora, que seguirá su carrera como actriz durante la década de los sesenta y en menor medida, en la de los setenta.
24 de febrero de 2023
24 de febrero de 2023
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
45/16(16/02/23) Buen film japonés que he visto con motivo del reciente 60 aniversario de su estreno (03/06/23). Film jidaigeki dirigido por Kinuyo Tanaka en su sexta y última realización, la también actriz (la primera directora del país del Sol Naciente, dirigió seis películas de 1953 a 1962) decidió retirarse del negocio cinematográfico, primero de la dirección y luego de la actuación, para cuidar a su hermano, enfermo de párkinson. Kiunyo Tanaka dijo que había leído la novela (basada en una historia real) de Toko Kon más de 30 veces porque estaba obsesionada con la idea de llevarla a la pantalla. El guion de Masashige Narusawa (“Ratai”) adapta la novela “Ogin-sama” de Tōkō Kon publicada en 1956, en lo que es una historia de amor agridulce entre Ogin, la hija de Sen no Rikyū y Takayama Ukon en el marco de del cristianismo perseguido en el Japón de finales del SXVI. Película ambientada en la década de 1580, cuando hubo un intento de suprimir el cristianismo en gran parte porque condujo al contacto con extranjeros, aunque el cristianismo se convierte en una excusa para mostrar un amor fatalista, pues en realidad nunca te hablan de porque los protagonistas se hicieron católicos, más bien es un melodrama de carga pasional contenida, donde con claras influencias al cine de Kenji Mizoguchi hace un retrato doliente de las condiciones en que la mujer se desenvolvía en este tiempo de marcado sino machista.
Todo ello desarrollado con la serenidad clásica de su mencionado referente, son sobriedad expositiva, con momentos de belleza estética turbadora gracias a la formidable cinematografía de Yoshio Miyajima (“Harakiri”) en miscelánea con la gran dirección artística de Junpei Osumi (“Harakiri”), con tomas de calado estético cercano a lo pictórico, tanto en los escenarios naturales con tomas panorámicas, como en sus medidos planos interiores, evocando lirismo sensorial en su tonalidades cromáticas, con gusto por el detalle, como son las tomas de la cruz al cuello de los personajes pareciera su soga por sus convicciones religiosas, ello aunado conas actuaciones que emiten emociones
Comienza en el año 15 de Tensho (o 1587). Toyotomi Hideyoshi (Osamu Takizawa) está intentando solidificar su mando sobre un Japón que se encuentra en un estado de guerra constante. Mientras tanto, el comercio exterior y las influencias, incluido el cristianismo, están inundando la nación. Existe una creciente sospecha entre los asesores de Hideyoshi de que los cristianos convertidos no son más que espías extranjeros que trabajan para socavar el orden social y en los que no se puede confiar. Por lo tanto, el cristianismo es una llave arrojada en los trabajos de los planes de paz y unificación de Hideyoshi, solo que nadie está seguro todavía de qué hacer al respecto, excepto desaprobarlo. En este escenario Ogin (Ineko Arima), hija de un maestro del té Sen no Rikyû (Ganjirô Nakamura), se enamora perdidamente de Ukon (Tatsuya Nakadai), príncipe feudal casado. Su amor es instigado por su fe cristiana compartida, también dicta que sus sentimientos nunca pueden consumarse. Sin embargo, el Shogun prohíbe el cristianismo y aquellos que se nieguen a renunciar a su fe serán crucificados. Gin se ve obligada a casarse con un rico comerciante al que no ama y que le niega sexo. En venganza, este último ofrece a su esposa como concubina al general Hideyoshi, quien una vez se había fijado en la belleza de la joven y que reina con mano de hierro sobre el país.
Se ataca el feudalismo intolerante, las injusticias, los prejuicios sociales, el machismo que hace de la mujer un objeto maleable, la codicia de los poderosos. Se hace una loa de la integridad, del orgullo, de la fe religiosa, de las convicciones personales. Para ello nada mejor que la heroína del film, segura de sí misma, no se deja manipular o ser objeto de los hombres, se casa, pero no ama a su marido y no tiene sexo con él, ama a otro hombre, pero al estar este casado ella mantiene su castidad (ella interpreta que eso quiere decirle su amado al regalarle un libro cristiano donde habla de la castidad). Todo en un ritmo calmoso, con difetretnes vaivenes en la vida de Ogin, que desembocan en un rush final que podría ser satisfactorio si no fuera porque socaba todo lo visto (*spoiler).
El cristianismo en la película se entrelaza indefectiblemente al comercio exterior, lo cual para los tradicionalistas radicales japoneses es una cuña contra su modus vivendi. La crucifixión se utilizaba en esos tiempos en Japón como castigo contra los adúlteros, en clara alegoría de la transgresión del amor, esto queda patente en una de las secuencias que se quedan en la retina del film, como es cuando Ogin observa aterrada a una joven mujer atada a un caballo mientras siguen a un hombre arrastrando una cruz de madera, ella prefiriendo la muerte a ser concubina del señor local, ello parece reforzar el idealismo de la protagonista. En realidad, el cristianismo (como ya he comentado) es una excusa, ejemplo es que nunca asistimos a una misa, nunca se habla de la vida de Jesús o sus pregonados preceptos, simplemente hay cristianos y punto, de hecho la Cruz de Ogin que guarda esta, es un regalo de su amado Okun, y no la lleva puesta, más bien es un recordatorio de su amor por un hombre, no de su amor a Dios, y en esto falla, pues queda (para cualquier mínimo exégeta) muy patente que no es la fe religiosa lo que mueve a Ogin, es que es el cristianismo es el modo de vida de su amado Okun, con lo que si este fuera hebreo seguramente ello lo sería. Aquí la única liturgia es la de la ceremonia del té japonesa, del que el padre de Ogin es maestro (cuasi- sacerdote), y realiza las ‘exequias’ de forma muy solemne, en realidad siendo un adalid del tradicionalismo costumbrista del Japón.
Todo ello desarrollado con la serenidad clásica de su mencionado referente, son sobriedad expositiva, con momentos de belleza estética turbadora gracias a la formidable cinematografía de Yoshio Miyajima (“Harakiri”) en miscelánea con la gran dirección artística de Junpei Osumi (“Harakiri”), con tomas de calado estético cercano a lo pictórico, tanto en los escenarios naturales con tomas panorámicas, como en sus medidos planos interiores, evocando lirismo sensorial en su tonalidades cromáticas, con gusto por el detalle, como son las tomas de la cruz al cuello de los personajes pareciera su soga por sus convicciones religiosas, ello aunado conas actuaciones que emiten emociones
Comienza en el año 15 de Tensho (o 1587). Toyotomi Hideyoshi (Osamu Takizawa) está intentando solidificar su mando sobre un Japón que se encuentra en un estado de guerra constante. Mientras tanto, el comercio exterior y las influencias, incluido el cristianismo, están inundando la nación. Existe una creciente sospecha entre los asesores de Hideyoshi de que los cristianos convertidos no son más que espías extranjeros que trabajan para socavar el orden social y en los que no se puede confiar. Por lo tanto, el cristianismo es una llave arrojada en los trabajos de los planes de paz y unificación de Hideyoshi, solo que nadie está seguro todavía de qué hacer al respecto, excepto desaprobarlo. En este escenario Ogin (Ineko Arima), hija de un maestro del té Sen no Rikyû (Ganjirô Nakamura), se enamora perdidamente de Ukon (Tatsuya Nakadai), príncipe feudal casado. Su amor es instigado por su fe cristiana compartida, también dicta que sus sentimientos nunca pueden consumarse. Sin embargo, el Shogun prohíbe el cristianismo y aquellos que se nieguen a renunciar a su fe serán crucificados. Gin se ve obligada a casarse con un rico comerciante al que no ama y que le niega sexo. En venganza, este último ofrece a su esposa como concubina al general Hideyoshi, quien una vez se había fijado en la belleza de la joven y que reina con mano de hierro sobre el país.
Se ataca el feudalismo intolerante, las injusticias, los prejuicios sociales, el machismo que hace de la mujer un objeto maleable, la codicia de los poderosos. Se hace una loa de la integridad, del orgullo, de la fe religiosa, de las convicciones personales. Para ello nada mejor que la heroína del film, segura de sí misma, no se deja manipular o ser objeto de los hombres, se casa, pero no ama a su marido y no tiene sexo con él, ama a otro hombre, pero al estar este casado ella mantiene su castidad (ella interpreta que eso quiere decirle su amado al regalarle un libro cristiano donde habla de la castidad). Todo en un ritmo calmoso, con difetretnes vaivenes en la vida de Ogin, que desembocan en un rush final que podría ser satisfactorio si no fuera porque socaba todo lo visto (*spoiler).
El cristianismo en la película se entrelaza indefectiblemente al comercio exterior, lo cual para los tradicionalistas radicales japoneses es una cuña contra su modus vivendi. La crucifixión se utilizaba en esos tiempos en Japón como castigo contra los adúlteros, en clara alegoría de la transgresión del amor, esto queda patente en una de las secuencias que se quedan en la retina del film, como es cuando Ogin observa aterrada a una joven mujer atada a un caballo mientras siguen a un hombre arrastrando una cruz de madera, ella prefiriendo la muerte a ser concubina del señor local, ello parece reforzar el idealismo de la protagonista. En realidad, el cristianismo (como ya he comentado) es una excusa, ejemplo es que nunca asistimos a una misa, nunca se habla de la vida de Jesús o sus pregonados preceptos, simplemente hay cristianos y punto, de hecho la Cruz de Ogin que guarda esta, es un regalo de su amado Okun, y no la lleva puesta, más bien es un recordatorio de su amor por un hombre, no de su amor a Dios, y en esto falla, pues queda (para cualquier mínimo exégeta) muy patente que no es la fe religiosa lo que mueve a Ogin, es que es el cristianismo es el modo de vida de su amado Okun, con lo que si este fuera hebreo seguramente ello lo sería. Aquí la única liturgia es la de la ceremonia del té japonesa, del que el padre de Ogin es maestro (cuasi- sacerdote), y realiza las ‘exequias’ de forma muy solemne, en realidad siendo un adalid del tradicionalismo costumbrista del Japón.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Tanaka trata con gran sentido dramático los encuentros entre Ogin y Ukon, turbadores ententes donde flota la tensión sexual entre ambos, ello con la barrera (la castidad derivada) de su fe cristiana, su deseo flota en sus miradas, impulsos controlados, con medias palabras y mucha atracción contenida.
Se le puede achacar que quiere abarcar dos vertientes, como son la micro de este amor fatalista principal, con lo macro del telón de fondo histórico, y esta segunda entorpece al cortar el relato de amor obstaculizado con las intrigas del poder, con la aparición de personajes que nada importan con lo crucial que es el drama humano.
Ineko Arima está muy bien como la sufrida mujer que intenta mantenerse integra en medio del clima de prejuicios e intolerancia, de ahí su tormentosa relación con su marido borrachín, expresa con su mirada y mesurada gestualidad su convulso mundo interior; Tatsuya Nakadai resulta algo frío como el adalid del orgullo puro de ser cristiano en contra de todos, aunque se le ve demasiado arrogante como para despertar mi empatía; Ganjirô Nakamura como Sen no Rikyu, padre de Ogin se roba la pantalla en cada una de sus carismáticas apariciones, brillante en sus ceremonias de té, una liturgia en la que es un gurú sensacional. También con una enternecedora relación con su hija política.
Spoiler:
Rush final: ‘A pesar de los mejores esfuerzos de Rikyu, Ogin se ha convertido en un peón en manos de los hombres. Rikyu, como se nos recuerda al final de la película, cayó en desgracia y se suicidó ritualmente a la edad de 70 años. Ogin, en cierto sentido, ya está en la cruz mientras continúa sufriendo no por la fe sino por la fe en el amor y en su propio derecho a sus sentimientos y agencia individuales. Ante el hecho de verse obligada a entregar su cuerpo a un hombre al que no ama debido a un cruel juego de hombres para hombres, Ogin prefiere el suicidio. Antes de ello su padre político ejerce cual última cena la ceremonia del té. Tras lo que Ogin viste sus mejores galas para su envenenamiento.’
*Me chirría que el m modo de huir de sus problemas para la protagonista sea el suicidio, pues esto va en contra de los preceptos cristianos, los mártires cristianos sufrían, era crucificados, tirados a los leones, ejecutados, pero no se mataban a sí mismos.
Me queda un buen film, un melodrama con picos emocionales de calado. Gloria Ucrania!!!
Se le puede achacar que quiere abarcar dos vertientes, como son la micro de este amor fatalista principal, con lo macro del telón de fondo histórico, y esta segunda entorpece al cortar el relato de amor obstaculizado con las intrigas del poder, con la aparición de personajes que nada importan con lo crucial que es el drama humano.
Ineko Arima está muy bien como la sufrida mujer que intenta mantenerse integra en medio del clima de prejuicios e intolerancia, de ahí su tormentosa relación con su marido borrachín, expresa con su mirada y mesurada gestualidad su convulso mundo interior; Tatsuya Nakadai resulta algo frío como el adalid del orgullo puro de ser cristiano en contra de todos, aunque se le ve demasiado arrogante como para despertar mi empatía; Ganjirô Nakamura como Sen no Rikyu, padre de Ogin se roba la pantalla en cada una de sus carismáticas apariciones, brillante en sus ceremonias de té, una liturgia en la que es un gurú sensacional. También con una enternecedora relación con su hija política.
Spoiler:
Rush final: ‘A pesar de los mejores esfuerzos de Rikyu, Ogin se ha convertido en un peón en manos de los hombres. Rikyu, como se nos recuerda al final de la película, cayó en desgracia y se suicidó ritualmente a la edad de 70 años. Ogin, en cierto sentido, ya está en la cruz mientras continúa sufriendo no por la fe sino por la fe en el amor y en su propio derecho a sus sentimientos y agencia individuales. Ante el hecho de verse obligada a entregar su cuerpo a un hombre al que no ama debido a un cruel juego de hombres para hombres, Ogin prefiere el suicidio. Antes de ello su padre político ejerce cual última cena la ceremonia del té. Tras lo que Ogin viste sus mejores galas para su envenenamiento.’
*Me chirría que el m modo de huir de sus problemas para la protagonista sea el suicidio, pues esto va en contra de los preceptos cristianos, los mártires cristianos sufrían, era crucificados, tirados a los leones, ejecutados, pero no se mataban a sí mismos.
Me queda un buen film, un melodrama con picos emocionales de calado. Gloria Ucrania!!!
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