Flores de equinoccio
7,7
1.095
Drama
A un hombre de negocios sus amigos le piden constantemente consejos sobre el matrimonio, la vida conyugal y la vida familiar. Su serenidad y sus agudos análisis le permiten encontrar el consejo oportuno para cada situación. Sin embargo, cuando él mismo tiene que afrontar una delicada situación que afecta a su hija mayor, tropezará con grandes dificultades para encontrar una solución al conflicto. (FILMAFFINITY)
7 de enero de 2012
7 de enero de 2012
35 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ni un grito, ni un taco, ni un bofetón, ni una discusión subida de tono, ningún guiñapo tirado por las esquinas durmiendo borracheras de contrariedad.
Así filmaba Ozu el enfrentamiento entre generaciones. La familia trasciende el plano de lo anecdótico y ocupa el puesto de lo universal, pese a dar la impresión de lo opuesto. Esa es la maestría del genio nipón. Uno cree que ve un normalito dramita familiar en casitas de madera y papel con tatamis, bares y oficinas, pero eso es un umbral de cotidianeidad tras el cual se abre un mundo de sentimientos.
Hay que leer esas faces comedidas con un lenguaje de signos extremadamente discreto al que no estamos acostumbrados en Occidente. Somos analfabetos de la sutileza. Unas frases de cortesía o un rictus casi hermético abarcan amplios rangos de expresividad. Con un cuidado juego de observación, uno termina captando que la sonrisa no necesariamente es alegre ni condescendiente y que hasta la discusión más grave puede ir subrayada con ese gesto que tendemos a asociar al humor. Una hija puede estar desafiando las severas órdenes de su padre mientras se dirige a él con la más educada de las voces, y éste jamás se avendrá a deshonrarse rompiendo una norma sagrada: no exteriorizar violencia verbal o física. La autoridad no se inculca con los puños, sino con el respeto. El progenitor apela a siglos de sabiduría ancestral y tradiciones, pero ante todo es un padre que ama, no un ogro. Los austeros y rígidos principios en los que creció se tambalean. La guerra cambió muchas cosas. El progreso se aclimata en Japón con inaudita rapidez y armonía. Es admirable cómo se conjugaron y se dieron la mano la tradición y la modernidad en aquella nación imperial de estrictos códigos de honor.
Las generaciones de la posguerra se abren a ideas nuevas, y un formidable choque intergeneracional tiene lugar ante nuestros ojos sin que haya manifestaciones de chicas quemando sostenes ni estudiantes liderando revueltas. Es una revolución de amor. Para que los padres entiendan que los hijos son completamente dueños de su destino y que ya no deben intervenir en decisiones como la elección del cónyuge. Para que los hijos comprendan que los padres sólo querían lo mejor para ellos y que lo hacían del único modo que sabían, aunque ya se haya quedado anticuado.
Y llegamos a lo mismo que ya sabíamos, que el padre es padre por encima de cualquier otra cosa, y pese a que no ocurre nada extraordinario nos quedaremos con lágrimas en la garganta porque una vez más, por millonésima vez, pero con ese modo de Ozu de convertir lo pequeño en grande, apreciaremos que el amor no conoce fronteras.
Así filmaba Ozu el enfrentamiento entre generaciones. La familia trasciende el plano de lo anecdótico y ocupa el puesto de lo universal, pese a dar la impresión de lo opuesto. Esa es la maestría del genio nipón. Uno cree que ve un normalito dramita familiar en casitas de madera y papel con tatamis, bares y oficinas, pero eso es un umbral de cotidianeidad tras el cual se abre un mundo de sentimientos.
Hay que leer esas faces comedidas con un lenguaje de signos extremadamente discreto al que no estamos acostumbrados en Occidente. Somos analfabetos de la sutileza. Unas frases de cortesía o un rictus casi hermético abarcan amplios rangos de expresividad. Con un cuidado juego de observación, uno termina captando que la sonrisa no necesariamente es alegre ni condescendiente y que hasta la discusión más grave puede ir subrayada con ese gesto que tendemos a asociar al humor. Una hija puede estar desafiando las severas órdenes de su padre mientras se dirige a él con la más educada de las voces, y éste jamás se avendrá a deshonrarse rompiendo una norma sagrada: no exteriorizar violencia verbal o física. La autoridad no se inculca con los puños, sino con el respeto. El progenitor apela a siglos de sabiduría ancestral y tradiciones, pero ante todo es un padre que ama, no un ogro. Los austeros y rígidos principios en los que creció se tambalean. La guerra cambió muchas cosas. El progreso se aclimata en Japón con inaudita rapidez y armonía. Es admirable cómo se conjugaron y se dieron la mano la tradición y la modernidad en aquella nación imperial de estrictos códigos de honor.
Las generaciones de la posguerra se abren a ideas nuevas, y un formidable choque intergeneracional tiene lugar ante nuestros ojos sin que haya manifestaciones de chicas quemando sostenes ni estudiantes liderando revueltas. Es una revolución de amor. Para que los padres entiendan que los hijos son completamente dueños de su destino y que ya no deben intervenir en decisiones como la elección del cónyuge. Para que los hijos comprendan que los padres sólo querían lo mejor para ellos y que lo hacían del único modo que sabían, aunque ya se haya quedado anticuado.
Y llegamos a lo mismo que ya sabíamos, que el padre es padre por encima de cualquier otra cosa, y pese a que no ocurre nada extraordinario nos quedaremos con lágrimas en la garganta porque una vez más, por millonésima vez, pero con ese modo de Ozu de convertir lo pequeño en grande, apreciaremos que el amor no conoce fronteras.
2 de noviembre de 2016
2 de noviembre de 2016
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ozu fue director que creó uno de los universos cinematográficos más interesantes de la historia. Fiel reflejo de la cultura de su país. Ozu diseccionó con la precisión de un cirujano los cambios y contradicciones que estaban aconteciendo en Japón.
Flores de Equinoccio, el primer filme de Ozu a color, nos muestra la preocupación y temor de un padre hacia el deseo de su hija mayor de contraer matrimonio. Las nuevas generaciones reclaman el derecho a tener voz propia y a tomar sus propias decisiones, pero sus mayores siguen anclados en las tradiciones. Choque entre las vieja y nueva generación. El Japón de la pre y pos guerra. El padre, a pesar de adoptar ciertas costumbres occidentales, no puede evitar que su hija se case sin su autorización, y con un hombre que él no conozca. Ozu en este filme nos muestra el cambio en las tradiciones y el gradual rompimiento de la sociedad patriarcal.
Flores de Equinoccio está meticulosamente realizado. Ozu fue un maestro del detalle y este filme no es la excepción. Las emociones surgen con gran naturalidad como agua en manantial, contrario a la manipulación recurrente al otro lado del océano.
Flores de Equinoccio, el primer filme de Ozu a color, nos muestra la preocupación y temor de un padre hacia el deseo de su hija mayor de contraer matrimonio. Las nuevas generaciones reclaman el derecho a tener voz propia y a tomar sus propias decisiones, pero sus mayores siguen anclados en las tradiciones. Choque entre las vieja y nueva generación. El Japón de la pre y pos guerra. El padre, a pesar de adoptar ciertas costumbres occidentales, no puede evitar que su hija se case sin su autorización, y con un hombre que él no conozca. Ozu en este filme nos muestra el cambio en las tradiciones y el gradual rompimiento de la sociedad patriarcal.
Flores de Equinoccio está meticulosamente realizado. Ozu fue un maestro del detalle y este filme no es la excepción. Las emociones surgen con gran naturalidad como agua en manantial, contrario a la manipulación recurrente al otro lado del océano.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Destaco la escena donde los padres conversan durante un paseo familiar, y la del canto al unísono durante el tramo final del filme. Escenas sencillas, pero de gran emotividad.
5 de junio de 2020
5 de junio de 2020
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las llamadas "flores del infierno" ("higanbana") brotan durante el equinoccio de otoño y el intenso color rojo de sus largos pétalos ilumina las zonas sombrías o las orillas de los lagos donde crecen.
Están estrechamente relacionadas con la melancolía, la pérdida y la añoranza y guían a los espíritus en su etapa de transición hasta alcanzar la siguiente vida...
Los tiempos cambian para el cine y sus realizadores, aunque algunos se resistan a ello. Llegado el sonoro en territorio japonés el joven Yasujiro Ozu continúo apegado al mudo durante largo tiempo, y cuando "Jigokumon" causó furor en el Festival de Cannes destacándose la belleza de sus colores, muchos de sus coetáneos se aventuraron a dejar el blanco y negro, pero él esperaría hasta 1.958 con la adaptación de la novela "Higanbana" del autor Ton Satomi, importante figura del shirakaba-ha; como Fujiko Yamamoto es una de las estrellas de la Daiei (rival de Shochiku, donde trabaja Ozu), casi se le impone al director filmarla en vivo color.
Al igual que otras obras del nipón, ésta empieza en una estación de tren y plantea, a través de una divertida secuencia, el tema esencial que se tratará en la historia: la del matrimonio de una hija, retomándose así uno de los conflictos familiares que mayor repercusión ha tenido en su filmografía desde "Primavera Tardía". En el banquete de bodas de la hija de un compañero de trabajo de Wataru, se insta a que éste diga unas palabras; el discurso es ácido, pues desea suerte a los recién casados mientras recuerda el pesar de su propia boda, llevada a cabo de forma tradicional, esto es, por mandato paterno.
Esta amarga visión cruza de principio a fin el argumento y regresa a otra de las grandes obsesiones del cineasta: el choque generacional y entre las mentalidades de distintas épocas. Este Wataru es un hombre conservador de un periodo oscuro y de precariedades, y como él todos los amigos de su edad que le rodean; nada que ver con las chicas jóvenes, las cuales gozan de cada vez más libertades y llenan de color el espacio con sus prendas chillonas de corte occidental (siendo ellas la encarnación perfecta de las "higanbana"). La prudencia del protagonista le sirve para discutir los problemas familiares que sus allegados tienen con sus hijas, a quienes se urge para contraer matrimonio.
Dos de ellos son Shukichi, cuya hija se ha escapado de casa, y Hatsu (personaje irritante donde los haya), que se desvive para encontrar un marido a la desobediente Yukiko. Una de las claves de la historia es la fuerza del sentimiento paterno: mientras Wataru aconseja a las hijas de sus amigos seguir su propio camino, obedecer al corazón e ignorar a sus padres no puede sino verse atrapado cuando el conflicto recae sobre la suya propia, Setsuko. El punto de inflexión, el que perturbará la atmósfera, que a partir de ahora se sentirá inestable, cruda y confusa, es la repentina petición de mano del novio de ésta.
Claro está Wataru no sabía nada de él ni de este compromiso sorpresa. Ahora se proclama un enfrentamiento directo contra la desobediencia, la rebeldía y la arrogancia de la hija; Ozu recurre al estatismo perpetuo en esta ocasión (ni un travelling, ni un movimiento) y su técnica (guiada por el carácter extremadamente flemático del protagonista) no hace sino acrecentar la tensión y la violencia en las discusiones filmadas en el interior del hogar, el cual sufre por la brecha abierta en su apacible e inquebrantable microcosmos de tradición, una brecha por la que se ha introducido el germen del rechazo de estas mismas tradiciones.
Por supuesto la esposa fiel y madre devota (Kiyoko) está ahí para recriminar a la hija cuando ésta contesta al padre de mala manera y seguir las decisiones del marido aunque actúe a sus espaldas. La seguridad de las costumbres se quiebra de forma inevitable, y fuera de este mundo interior hay otro que está en constante movimiento, donde los jóvenes toman la iniciativa y se olvidan de sus padres, y donde éstos cantan canciones de su juventud, estrechamente relacionadas con la guerra, y rememoran las duras experiencias sufridas en una época anterior de muerte, ruina y desesperación.
Por tanto ya no hay tiempo para seguir gozando de una preciosa mañana junto a toda la familia cerca de las tranquilas aguas del lago Ashi de Hakone, pues la vida pasa, y en ella unos avanzan y otros se estancan; la visión del director es de nuevo áspera y cruda, y a veces tremendamente mordaz en su forma de observar el comportamiento entre jóvenes y adultos (el engaño de Yukiko a Wataru es el mejor ejemplo), aunque al final, como siempre en su cine, son los sentimientos y la felicidad de los descendientes lo más importante, y aunque sea a regañadientes se prefiere poner fin a las discusiones.
Yuharu Atsuta provee de una maravillosa técnica a Ozu y los colores resaltan en el escenario brindando una gama de impresiones realmente cautivadora, mientras que el anterior decide respetar como nunca la inmovilidad "narusiana" como lleva practicando en su carrera desde hace una década. Shin Saburi lleva la voz cantante a través de una actuación dura y lacónica acompañado de dos de las figuras más representativas del cine japonés: Kinuyo Tanaka, en un extraño papel de esposa obediente, y Chishu Ryu, que volverá a cantar como lo hiciera en "Memorias de un Inquilino"; por su parte destacan las bellas Ineko Arima (que adopta el nombre de la musa del cine tardío de Ozu) y Fujiko Yamamoto y el genial Teiji Takahashi, que protagoniza los momentos más divertidos.
Todos ellos sujetos a la máxima economización gestual y expresiva, aunque eso no es impedimento para que sientan a sus personajes hasta en lo más profundo. El japonés volvió a ser premiado y aplaudido, donde por encima de la belleza plástica de sus imágenes destaca su drama íntimo y duro conflicto generacional.
Dos años después volvería a adaptar otra novela de Satomi, de similar argumento: "Akibiyori".
Están estrechamente relacionadas con la melancolía, la pérdida y la añoranza y guían a los espíritus en su etapa de transición hasta alcanzar la siguiente vida...
Los tiempos cambian para el cine y sus realizadores, aunque algunos se resistan a ello. Llegado el sonoro en territorio japonés el joven Yasujiro Ozu continúo apegado al mudo durante largo tiempo, y cuando "Jigokumon" causó furor en el Festival de Cannes destacándose la belleza de sus colores, muchos de sus coetáneos se aventuraron a dejar el blanco y negro, pero él esperaría hasta 1.958 con la adaptación de la novela "Higanbana" del autor Ton Satomi, importante figura del shirakaba-ha; como Fujiko Yamamoto es una de las estrellas de la Daiei (rival de Shochiku, donde trabaja Ozu), casi se le impone al director filmarla en vivo color.
Al igual que otras obras del nipón, ésta empieza en una estación de tren y plantea, a través de una divertida secuencia, el tema esencial que se tratará en la historia: la del matrimonio de una hija, retomándose así uno de los conflictos familiares que mayor repercusión ha tenido en su filmografía desde "Primavera Tardía". En el banquete de bodas de la hija de un compañero de trabajo de Wataru, se insta a que éste diga unas palabras; el discurso es ácido, pues desea suerte a los recién casados mientras recuerda el pesar de su propia boda, llevada a cabo de forma tradicional, esto es, por mandato paterno.
Esta amarga visión cruza de principio a fin el argumento y regresa a otra de las grandes obsesiones del cineasta: el choque generacional y entre las mentalidades de distintas épocas. Este Wataru es un hombre conservador de un periodo oscuro y de precariedades, y como él todos los amigos de su edad que le rodean; nada que ver con las chicas jóvenes, las cuales gozan de cada vez más libertades y llenan de color el espacio con sus prendas chillonas de corte occidental (siendo ellas la encarnación perfecta de las "higanbana"). La prudencia del protagonista le sirve para discutir los problemas familiares que sus allegados tienen con sus hijas, a quienes se urge para contraer matrimonio.
Dos de ellos son Shukichi, cuya hija se ha escapado de casa, y Hatsu (personaje irritante donde los haya), que se desvive para encontrar un marido a la desobediente Yukiko. Una de las claves de la historia es la fuerza del sentimiento paterno: mientras Wataru aconseja a las hijas de sus amigos seguir su propio camino, obedecer al corazón e ignorar a sus padres no puede sino verse atrapado cuando el conflicto recae sobre la suya propia, Setsuko. El punto de inflexión, el que perturbará la atmósfera, que a partir de ahora se sentirá inestable, cruda y confusa, es la repentina petición de mano del novio de ésta.
Claro está Wataru no sabía nada de él ni de este compromiso sorpresa. Ahora se proclama un enfrentamiento directo contra la desobediencia, la rebeldía y la arrogancia de la hija; Ozu recurre al estatismo perpetuo en esta ocasión (ni un travelling, ni un movimiento) y su técnica (guiada por el carácter extremadamente flemático del protagonista) no hace sino acrecentar la tensión y la violencia en las discusiones filmadas en el interior del hogar, el cual sufre por la brecha abierta en su apacible e inquebrantable microcosmos de tradición, una brecha por la que se ha introducido el germen del rechazo de estas mismas tradiciones.
Por supuesto la esposa fiel y madre devota (Kiyoko) está ahí para recriminar a la hija cuando ésta contesta al padre de mala manera y seguir las decisiones del marido aunque actúe a sus espaldas. La seguridad de las costumbres se quiebra de forma inevitable, y fuera de este mundo interior hay otro que está en constante movimiento, donde los jóvenes toman la iniciativa y se olvidan de sus padres, y donde éstos cantan canciones de su juventud, estrechamente relacionadas con la guerra, y rememoran las duras experiencias sufridas en una época anterior de muerte, ruina y desesperación.
Por tanto ya no hay tiempo para seguir gozando de una preciosa mañana junto a toda la familia cerca de las tranquilas aguas del lago Ashi de Hakone, pues la vida pasa, y en ella unos avanzan y otros se estancan; la visión del director es de nuevo áspera y cruda, y a veces tremendamente mordaz en su forma de observar el comportamiento entre jóvenes y adultos (el engaño de Yukiko a Wataru es el mejor ejemplo), aunque al final, como siempre en su cine, son los sentimientos y la felicidad de los descendientes lo más importante, y aunque sea a regañadientes se prefiere poner fin a las discusiones.
Yuharu Atsuta provee de una maravillosa técnica a Ozu y los colores resaltan en el escenario brindando una gama de impresiones realmente cautivadora, mientras que el anterior decide respetar como nunca la inmovilidad "narusiana" como lleva practicando en su carrera desde hace una década. Shin Saburi lleva la voz cantante a través de una actuación dura y lacónica acompañado de dos de las figuras más representativas del cine japonés: Kinuyo Tanaka, en un extraño papel de esposa obediente, y Chishu Ryu, que volverá a cantar como lo hiciera en "Memorias de un Inquilino"; por su parte destacan las bellas Ineko Arima (que adopta el nombre de la musa del cine tardío de Ozu) y Fujiko Yamamoto y el genial Teiji Takahashi, que protagoniza los momentos más divertidos.
Todos ellos sujetos a la máxima economización gestual y expresiva, aunque eso no es impedimento para que sientan a sus personajes hasta en lo más profundo. El japonés volvió a ser premiado y aplaudido, donde por encima de la belleza plástica de sus imágenes destaca su drama íntimo y duro conflicto generacional.
Dos años después volvería a adaptar otra novela de Satomi, de similar argumento: "Akibiyori".
19 de abril de 2019
19 de abril de 2019
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película perteneciente a lo que podríamos catalogar como la etapa tardía del maestro japonés Yasujirō Ozu, quien filmando vivió la transición desde el cine mudo al sonoro, donde comenzó a labrarse un camino que lo llevo a convertirse en uno de los principales cineastas de su país, aunque por lo general se encuentra rezagado en cuanto a interés por otros directores nipones, quienes alcanzaron mayor exposición a nivel internacional.
Su importancia radica en la sencillez de su cine: historias sobre gente común, relaciones familiares y cotidianeidad. El film se encuentra basado en una novela del escritor Ton Satomi, y cuenta con guion del propio Ozu junto a su recurrente colaborador Kôgo Noda.
En el filme tenemos la historia de Wataru Hirayama (Shin Saburi), un exitoso hombre de negocios, cabeza de su familia y además consejero de algunas amistades que se acercan de vez en cuando por ayuda. Hirayama es un maestro solucionando los conflictos de estas personas, muchos referidos a la situación sentimental de sus hijas, pero cuando es el momento de actuar con su hija mayor, su discurso se vuelve desfasado e incoherente.
Basta observar la primera secuencia tras los créditos iniciales para ver la maestría de dirección de Ozu, un dialogo simple de dos personajes, primero una toma abierta, luego la cámara enfocando a cada uno mientras habla, otra toma abierta donde se muestran ambos, una conversación sencilla, casi sin interés.
Conforme va avanzando el metraje, la simpleza con que es manejada la historia abruma, no en el sentido negativo de la palabra, todo lo contrario. Pareciera que hacer cine y contar historias es muy sencillo así como lo muestra Ozu, como si cualquiera lo pudiera hacer. Pero esa excelencia es difícil de alcanzar y evidentemente no está al alcance de todos. Por eso muchos buscan el truco fácil, el escándalo, la exposición, el mercadeo para salir adelante.
Y es que Higanbana es valiosa aun habiendo pasado seis décadas desde su estreno, pareciera que su trama pudiera estar anticuada, pero todo lo contrario: perdura. Se mantiene vigente porque es un tema relevante, el matrimonio y sus decisiones, esto que puede convertirse en toda una afrenta entre padres e hijos, pero donde se busca que siempre gane la razón.
Porque es sencillo pensar que las preocupaciones del padre siempre van a estar, la búsqueda de lo mejor, del bienestar para sus hijas. Aquí el contexto si puede jugar en contra de Hirayama, dueño de una empresa, bien posicionado, no puede concebir los deseos de su hija. Una resolución igual de sencilla para el conflicto, hasta inocente, pero la amargura siempre está, hasta que la sensatez por abrirse aparece en modo de un viaje en tren.
Su importancia radica en la sencillez de su cine: historias sobre gente común, relaciones familiares y cotidianeidad. El film se encuentra basado en una novela del escritor Ton Satomi, y cuenta con guion del propio Ozu junto a su recurrente colaborador Kôgo Noda.
En el filme tenemos la historia de Wataru Hirayama (Shin Saburi), un exitoso hombre de negocios, cabeza de su familia y además consejero de algunas amistades que se acercan de vez en cuando por ayuda. Hirayama es un maestro solucionando los conflictos de estas personas, muchos referidos a la situación sentimental de sus hijas, pero cuando es el momento de actuar con su hija mayor, su discurso se vuelve desfasado e incoherente.
Basta observar la primera secuencia tras los créditos iniciales para ver la maestría de dirección de Ozu, un dialogo simple de dos personajes, primero una toma abierta, luego la cámara enfocando a cada uno mientras habla, otra toma abierta donde se muestran ambos, una conversación sencilla, casi sin interés.
Conforme va avanzando el metraje, la simpleza con que es manejada la historia abruma, no en el sentido negativo de la palabra, todo lo contrario. Pareciera que hacer cine y contar historias es muy sencillo así como lo muestra Ozu, como si cualquiera lo pudiera hacer. Pero esa excelencia es difícil de alcanzar y evidentemente no está al alcance de todos. Por eso muchos buscan el truco fácil, el escándalo, la exposición, el mercadeo para salir adelante.
Y es que Higanbana es valiosa aun habiendo pasado seis décadas desde su estreno, pareciera que su trama pudiera estar anticuada, pero todo lo contrario: perdura. Se mantiene vigente porque es un tema relevante, el matrimonio y sus decisiones, esto que puede convertirse en toda una afrenta entre padres e hijos, pero donde se busca que siempre gane la razón.
Porque es sencillo pensar que las preocupaciones del padre siempre van a estar, la búsqueda de lo mejor, del bienestar para sus hijas. Aquí el contexto si puede jugar en contra de Hirayama, dueño de una empresa, bien posicionado, no puede concebir los deseos de su hija. Una resolución igual de sencilla para el conflicto, hasta inocente, pero la amargura siempre está, hasta que la sensatez por abrirse aparece en modo de un viaje en tren.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
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25 de agosto de 2021
25 de agosto de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quien no conozca a Ozu y vea esta película (y no busque acción y cosas tremendas, y le guste el buen cine) podrá apreciar la maestría de este genio, su forma de contar las historias sin que parezca que es una pelÍcula sino un fragmento de vida.
Quienes ya conocen a Ozu verán que es lo mismo que aparece en muchas de sus películas: familia, el casamiento de las hijas, la occidentalización de Japón.
Es más de lo mismo, pero siempre bien hecha. Aunque, a diferencia de otras donde hay al menos tres o cuatro historias, aquí solo hay una, por lo que a veces es algo repetitiva.
Ver seguidas las películas del Ozu desde 1958 a 1962 es como estar en familia, porque actores y actrices son los mismos.
Quienes ya conocen a Ozu verán que es lo mismo que aparece en muchas de sus películas: familia, el casamiento de las hijas, la occidentalización de Japón.
Es más de lo mismo, pero siempre bien hecha. Aunque, a diferencia de otras donde hay al menos tres o cuatro historias, aquí solo hay una, por lo que a veces es algo repetitiva.
Ver seguidas las películas del Ozu desde 1958 a 1962 es como estar en familia, porque actores y actrices son los mismos.
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