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Comedia
Hace 11 años que Fernando Tobajas, un hombre de cierta edad, decidió vivir en el cuarto de baño, en el que creó un pequeño apartamento, y no salir nunca de él. Tobajas ha renunciado a todo, excepto a la vanidad, y sus contactos con el mundo se reducen a las visitas de los amigos y a los mensajes que envía por el retrete dentro de tubos de aspirinas con la esperanza de que alguien los reciba y sepa de su existencia. Arabel Lee, una chica ... [+]
31 de mayo de 2015
31 de mayo de 2015
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En general, el cine español de la Transición fue mediocre o abiertamente pésimo. La muerte de Franco desató una fiebre de lucimiento de carnes y erotismo burdo sin más argumento. Salvo alguna excepción. “El anacoreta” es una rara avis, una joya de múltiples capas de lectura cuya profundidad y atemporalidad no te esperas. Al enterarte de que se trata de una peli española de finales de los setenta lo primero que tiendes a pensar es “pufff, otra del tipo de Pajares y Esteso”. El prejuicio está ahí, por desgracia. Pero busqué algo más de información sobre ésta en concreto, y en seguida me llamó la atención. Pensé que es de las que se merecen una oportunidad. Y me alegro de que mi intuición acertara.
Tiene tantos estratos sujetos a interpretación que en una sola crítica no es posible abarcarlo todo. Voy a resumir cuanto me sea posible.
En el apartado técnico, la economía de recursos es tan eficaz como brillante. Un único escenario, al estilo teatral, en el que se desarrolla el universo de Fernando Tobajas. Se trata de un cuarto de baño habilitado como apartamento. Los planos son por lo tanto de interior exclusivamente. La música no es un añadido artificial; un vecino practica casi constantemente con su instrumento, un violín o un chelo, y parece que “por casualidad” acierta a dar el toque preciso de drama, de humor o de ironía a cada momento.
El guión es soberbio. Pocas veces se encuentra un abismo tan grande en unos simples diálogos, dichos con todo desparpajo y naturalidad, plagados de filos y aristas, de sarcasmo y brutal crítica. Fernando Fernán-Gómez lleva el peso de la excentricidad sobre sus hombros con tanta aparente ligereza y sencillez que te quedas con la boca abierta ante la verdad que destila y la vigencia de su protesta. La bellísima y escultural Martine Audó (o Mantine Andó) no es una mera carnaza para que la película haga honor a su etapa (y es mucha, mucha carnaza, derrochando un morbo que incluso para tratarse de los setenta y haber visto tantas tetas estoy segura de que muchos encontrarán más que respetable), sino que da la réplica perfecta al veterano.
Las interpretaciones, impecables. Fernán-Gómez, sublime. Un papel que podría haber caído en el ridículo él lo soporta sin despeinarse (figuradamente), un ermitaño urbanita que, desilusionado, se niega a salir del baño. La sátira se explaya aquí pues ni aún un desengañado del mundo puede librarse de tener que seguir aguantando a la esposa, recibir a los amigos, disponer los arreglos de la casa con el servicio y lidiar con el fastidio de la burocracia, para lo cual cuenta con Augusto, su administrador y perro faldero. Y todo ello sin que Fernando ponga un pie fuera del baño. Martine se pone en la turbadora piel del otro gran papel de la película, la misteriosa Arabel, con el equilibrio adecuado entre el capricho, la perversidad, la seducción y la ternura, la tentadora reina de Saba que al encontrar el tubito con el mensaje de Fernando, ha hallado un objetivo con el que divertirse, un nuevo juguete que perseguir.
La puesta en escena, valiéndose del escenario único, desarrolla los planos de tal manera que el surrealismo y el absurdo se alzan en protagonistas absolutos sin acudir a efectos artificiosos. Ya la sola circunstancia de que en el entorno de Fernando convivan el baño con su sala de estar, dormitorio y biblioteca expresa con la contundencia de la imagen la anómala situación, con los personajes entrando y saliendo en una serie de secuencias a menudo chocantes y desternillantes. Es de señalar que la estancia es el único baño del que dispone la casa, así que el resto de ocupantes y los visitantes del inmueble tienen que acudir a aliviar sus necesidades o a llevar a cabo su higiene diaria contando con la presencia constante de Fernando.
El argumento se reviste de capas que requieren mucho más análisis del que yo puedo exponer aquí. Por un lado, el hastío del hombre al que el mundo exterior no ofrece ningún aliciente. Por otro lado, él conserva una íntima esperanza; si no fuera así, no habría estado enviando mensajes metódicamente durante años y archivando copias de todos ellos. Mensajes que llegan al mar a través de los desagües y que aguardan a algún receptor anónimo, en el que Fernando tal vez sueña con encontrar a algún alma gemela. En definitiva, un sueño de conexión, el sueño de tantos cibernautas de hoy día que dejan mensajes en la red, ese mar actual en el que nunca se sabe hasta qué orillas pueden llegar las palabras. El sueño de Ana Frank cuando dedicaba su diario a su querida Kitty imaginaria. El sueño de cualquiera.
La rutina de este hombre es digna de una cuidada atención. Mientras él se desentiende cuanto puede de los asuntos mundanos, dedicándoles sólo la atención justa y sin perder un ápice de su buena educación ni de su honestidad, a su alrededor los demás giran como figuras grotescas que bailan al son que más les conviene, sobre todo si hay dinero de por medio. Su mujer y el administrador son dos esperpentos maleables y patéticos que cambian de chaqueta tan rápido como de ropa interior.
Al aparecer en escena Arabel, y con ella su celoso amante rico, el reducido y a la vez complejo universo de Fernando da el vuelco que tenía que dar para que el argumento diera lugar a la pequeña maravilla que es esta sátira surrealista (y más realista que buena parte del cine convencional).
Un ataque sin fecha de caducidad a la sociedad materialista, a la hipocresía, a la omnipotencia del dinero, al egoísmo, a la falta de ideales o más bien a las escasas opciones de alcanzarlos, a la carencia de amor verdadero y a la inconstancia que forma parte esencial de la naturaleza humana.
Tiene tantos estratos sujetos a interpretación que en una sola crítica no es posible abarcarlo todo. Voy a resumir cuanto me sea posible.
En el apartado técnico, la economía de recursos es tan eficaz como brillante. Un único escenario, al estilo teatral, en el que se desarrolla el universo de Fernando Tobajas. Se trata de un cuarto de baño habilitado como apartamento. Los planos son por lo tanto de interior exclusivamente. La música no es un añadido artificial; un vecino practica casi constantemente con su instrumento, un violín o un chelo, y parece que “por casualidad” acierta a dar el toque preciso de drama, de humor o de ironía a cada momento.
El guión es soberbio. Pocas veces se encuentra un abismo tan grande en unos simples diálogos, dichos con todo desparpajo y naturalidad, plagados de filos y aristas, de sarcasmo y brutal crítica. Fernando Fernán-Gómez lleva el peso de la excentricidad sobre sus hombros con tanta aparente ligereza y sencillez que te quedas con la boca abierta ante la verdad que destila y la vigencia de su protesta. La bellísima y escultural Martine Audó (o Mantine Andó) no es una mera carnaza para que la película haga honor a su etapa (y es mucha, mucha carnaza, derrochando un morbo que incluso para tratarse de los setenta y haber visto tantas tetas estoy segura de que muchos encontrarán más que respetable), sino que da la réplica perfecta al veterano.
Las interpretaciones, impecables. Fernán-Gómez, sublime. Un papel que podría haber caído en el ridículo él lo soporta sin despeinarse (figuradamente), un ermitaño urbanita que, desilusionado, se niega a salir del baño. La sátira se explaya aquí pues ni aún un desengañado del mundo puede librarse de tener que seguir aguantando a la esposa, recibir a los amigos, disponer los arreglos de la casa con el servicio y lidiar con el fastidio de la burocracia, para lo cual cuenta con Augusto, su administrador y perro faldero. Y todo ello sin que Fernando ponga un pie fuera del baño. Martine se pone en la turbadora piel del otro gran papel de la película, la misteriosa Arabel, con el equilibrio adecuado entre el capricho, la perversidad, la seducción y la ternura, la tentadora reina de Saba que al encontrar el tubito con el mensaje de Fernando, ha hallado un objetivo con el que divertirse, un nuevo juguete que perseguir.
La puesta en escena, valiéndose del escenario único, desarrolla los planos de tal manera que el surrealismo y el absurdo se alzan en protagonistas absolutos sin acudir a efectos artificiosos. Ya la sola circunstancia de que en el entorno de Fernando convivan el baño con su sala de estar, dormitorio y biblioteca expresa con la contundencia de la imagen la anómala situación, con los personajes entrando y saliendo en una serie de secuencias a menudo chocantes y desternillantes. Es de señalar que la estancia es el único baño del que dispone la casa, así que el resto de ocupantes y los visitantes del inmueble tienen que acudir a aliviar sus necesidades o a llevar a cabo su higiene diaria contando con la presencia constante de Fernando.
El argumento se reviste de capas que requieren mucho más análisis del que yo puedo exponer aquí. Por un lado, el hastío del hombre al que el mundo exterior no ofrece ningún aliciente. Por otro lado, él conserva una íntima esperanza; si no fuera así, no habría estado enviando mensajes metódicamente durante años y archivando copias de todos ellos. Mensajes que llegan al mar a través de los desagües y que aguardan a algún receptor anónimo, en el que Fernando tal vez sueña con encontrar a algún alma gemela. En definitiva, un sueño de conexión, el sueño de tantos cibernautas de hoy día que dejan mensajes en la red, ese mar actual en el que nunca se sabe hasta qué orillas pueden llegar las palabras. El sueño de Ana Frank cuando dedicaba su diario a su querida Kitty imaginaria. El sueño de cualquiera.
La rutina de este hombre es digna de una cuidada atención. Mientras él se desentiende cuanto puede de los asuntos mundanos, dedicándoles sólo la atención justa y sin perder un ápice de su buena educación ni de su honestidad, a su alrededor los demás giran como figuras grotescas que bailan al son que más les conviene, sobre todo si hay dinero de por medio. Su mujer y el administrador son dos esperpentos maleables y patéticos que cambian de chaqueta tan rápido como de ropa interior.
Al aparecer en escena Arabel, y con ella su celoso amante rico, el reducido y a la vez complejo universo de Fernando da el vuelco que tenía que dar para que el argumento diera lugar a la pequeña maravilla que es esta sátira surrealista (y más realista que buena parte del cine convencional).
Un ataque sin fecha de caducidad a la sociedad materialista, a la hipocresía, a la omnipotencia del dinero, al egoísmo, a la falta de ideales o más bien a las escasas opciones de alcanzarlos, a la carencia de amor verdadero y a la inconstancia que forma parte esencial de la naturaleza humana.