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Voto de MAFALDA:
8

Voto de MAFALDA:
8
5,6
5.534
Thriller. Drama
En 1957, en una pequeña población petrolera situada al oeste de Texas, Lou Ford (Casey Affleck), el ayudante del sheriff, un hombre afable y sencillo, empieza a sufrir los ataques de la enfermedad que le hizo cometer un crimen en su juventud. Adaptación de un clásico de la novela negra moderna, "The Killer Inside Me", de Jim Thompson, publicada en 1952, que ya había sido adaptada por Burt Kennedy en 1976. (FILMAFFINITY)
21 de enero de 2013
21 de enero de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hoy, tarde de domingo lluviosa y fría, ideal para disfrutar, repantigada cómodamente en el sofá y en agradable compañía, de una buena película me entero, antes de que empiece, de que "El demonio bajo la piel" está basada en la novela de Jim Thompson “The Killer Inside Me” y me hago una ligera idea de lo que me espera ya que, no hace mucho, tuve el placer de leer “1280 almas”.
Si buceas un poco en las cenagosas aguas de la vida de Jim entiendes porque escribía lo que escribía y, sobre todo, la manera en que lo escribía. La inspiración para esos sheriffs en apariencia simples y bobalicones, verdaderos psicópatas, la tenía cerca pues su padre, James Sherman Thompson, fue un adinerado sheriff corrupto del condado de Caddo en Oklahoma, jugador empedernido y alcohólico sin remedio, que se suicidó en un sanatorio.
Así nos adentramos en Central City, localidad petrolera al oeste de Texas. Caminos polvorientos, hombres, que mordisquean palillos, parcos en palabras, y mujeres castigadas por éstos y por la vida.
La existencia transcurre lenta, sin sobresaltos, hasta que Lou Ford, sheriff adjunto, un paleto de pocas luces, educado, correcto, siempre dispuesto a ayudar a quien se lo pide, empieza a dejarse arrastrar por pensamientos de sangre y muerte, fruto de «la enfermedad» que ya le hizo cometer un crimen en su adolescencia.
Lou, narrándolo en primera persona como le gusta a Thompson, nos va haciendo participes de sus truculentas meditaciones, en un devenir sereno y reposado, casi al mismo tiempo que las lleva a la práctica de una manera brutal y salvaje, sin despeinarse ni pestañear, y sin darnos tiempos a los espectadores a reflexionar sobre lo que ha sucedido. El asesinato de la prostituta Joyce Lakeland, una cruenta escena, excesiva, a base de brutales golpes, patadas y puñetazos, casi te hace vomitar. A partir de ahí se encadenan las muertes, de un modo más o menos afable, hasta que le toca el turno a la otra fémina de la historia, Amy Stanton, en este caso una chica de buena familia (Jessica Alba, en el papel de la prostituta, y Kate Hudson, en el de Amy, bordan sus papeles).
Casey Affleck, con su rostro cordial, su ánimo templado y su encantadora sonrisa, nos horroriza al demostrar, con su magnífica interpretación, algo sobre lo que Jim Thompson no se cansa de insistir en sus novelas: nada es lo que parece y el mal que más debemos temer es aquel del que son capaces las personas “normales”:
“El mal no es nunca `radical´, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un `desafío al pensamiento´, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la `banalidad´. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical.” (Hannah Arendt)
Si buceas un poco en las cenagosas aguas de la vida de Jim entiendes porque escribía lo que escribía y, sobre todo, la manera en que lo escribía. La inspiración para esos sheriffs en apariencia simples y bobalicones, verdaderos psicópatas, la tenía cerca pues su padre, James Sherman Thompson, fue un adinerado sheriff corrupto del condado de Caddo en Oklahoma, jugador empedernido y alcohólico sin remedio, que se suicidó en un sanatorio.
Así nos adentramos en Central City, localidad petrolera al oeste de Texas. Caminos polvorientos, hombres, que mordisquean palillos, parcos en palabras, y mujeres castigadas por éstos y por la vida.
La existencia transcurre lenta, sin sobresaltos, hasta que Lou Ford, sheriff adjunto, un paleto de pocas luces, educado, correcto, siempre dispuesto a ayudar a quien se lo pide, empieza a dejarse arrastrar por pensamientos de sangre y muerte, fruto de «la enfermedad» que ya le hizo cometer un crimen en su adolescencia.
Lou, narrándolo en primera persona como le gusta a Thompson, nos va haciendo participes de sus truculentas meditaciones, en un devenir sereno y reposado, casi al mismo tiempo que las lleva a la práctica de una manera brutal y salvaje, sin despeinarse ni pestañear, y sin darnos tiempos a los espectadores a reflexionar sobre lo que ha sucedido. El asesinato de la prostituta Joyce Lakeland, una cruenta escena, excesiva, a base de brutales golpes, patadas y puñetazos, casi te hace vomitar. A partir de ahí se encadenan las muertes, de un modo más o menos afable, hasta que le toca el turno a la otra fémina de la historia, Amy Stanton, en este caso una chica de buena familia (Jessica Alba, en el papel de la prostituta, y Kate Hudson, en el de Amy, bordan sus papeles).
Casey Affleck, con su rostro cordial, su ánimo templado y su encantadora sonrisa, nos horroriza al demostrar, con su magnífica interpretación, algo sobre lo que Jim Thompson no se cansa de insistir en sus novelas: nada es lo que parece y el mal que más debemos temer es aquel del que son capaces las personas “normales”:
“El mal no es nunca `radical´, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un `desafío al pensamiento´, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la `banalidad´. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical.” (Hannah Arendt)