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Voto de Reaccionario:
6
El gran dictador
Voto de Reaccionario:
6
Comedia Un humilde barbero judío que combatió con el ejército de Tomania en la Primera Guerra Mundial vuelve a su casa años después del fin del conflicto. Amnésico a causa de un accidente de avión, no recuerda prácticamente nada de su vida pasada, y no conoce la situación política actual del país: Adenoid Hynkel, un dictador fascista y racista, ha llegado al poder y ha iniciado la persecución del pueblo judío, a quien considera responsable de ... [+]
1 de octubre de 2012
6 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre la comedia, el drama y la sátira, "El Gran Dictador" se mueve sin que se asiente definitivamente en un género u otro lo que en conjunto hace que la película se resienta. El resultado es pocas risas (aunque la escena del pudding es desternillante), drama diluido y sátira excesiva. A mi parecer es demasiado larga y de hecho el personaje del barbero debería haber sido eliminado para centrarnos en Hynkel. Aunque, claro está, con este nuevo guión no tendría cabida la bella Paulette Goddard o el propio discurso final, cosa esta última a la que Chaplin no renunciaría por nada del mundo.

Sea como fuere, no se me escapa que el mérito de "El gran dictador" reside en la crítica-parodia al nazismo. En este sentido la sátira del propio Hitler, y sus colaboradores más cercanos, es bastante acertada y valiente, pese a ser, como la acusan algunos, simple propaganda de guerra. Sobre todo, hay que valorar la clarividencia para detectar todavía en 1940 que las principales víctimas del nazismo serían precisamente los judíos. Ahora bien, la presentación del régimen no deja de ser un tanto estereotipada, incluyendo clichés propios de una ideología progresista que quería ver en Hitler y su movimiento algo que no era. Por ejemplo, el discurso final de Garbitsch (el doble de Joseph Goebbels) es de malo de dibujo animado. Los nazis eran mucho más inteligentes y jamás se presentaron como la negación de la libertad, como dictadores o déspotas sino como todo lo contrario. Hitler no incumplió sus promesas sino que las hizo realidad; no llevó el hambre y la postración sino trabajo, prosperidad y el orgullo de ser alemán. Y es que al pactar con el diablo, éste nos otorga unos bienes a cambio de algo mucho más valioso. De lo contrario, ¿qué tonto hubiera votado a Hitler? Y recordemos que fue el más votado aunque, también es verdad, nunca llegó a tener mayoría absoluta.

En este sentido, el tan alabado discurso final resulta ser una pomposa nada, salvo por las coces que vierte contra todo aquello que no sea la "democracia", contra todas las dictaduras del mundo mundial. Si yo fuera demócrata, puede que me emocionara con esas banalidades, cursiladas e incongruencias (primero critica a los malos su falta de sentimientos y su abuso de la razón y luego reclama el empleo de la razón contra los sentimientos). Pero como no lo soy, me dejan indiferente y hasta me desagrada. Por este motivo entiendo muy bien que la censura franquista vetara esta película por el provacador discurso final.

Puestos a decir, la mitología liberal que ha querido ver en la segunda guerra mundial una lucha entre la libertad y la democracia contra la tiranía y el fascismo es una de las grandes patrañas de la historia. No sólo porque resulta poco creíble presentar a la Unión Soviética de Stalin como paladín de la democracia (máxime cuando durante dos años fue aliada de Alemania), que los Estados Unidos entraron en la guerra sólo por que les atacaron o porque los bloques beligerantes se formaron según razones geoestratéticas (la rivalidad franco-alemana o el expansionismo alemán en el este venía arrastrándose desde muchos años atrás, independientemente de los regímenes políticos que hubiera en los diversos países). Si no porque principalmente la inmensa mayoría de las víctimas del fascismo no eran precisamente democracias sino otros fascismos, regímenes parafascistas o autoritarios. La propia Austria (Osterlich), no era un país "libre" sino un régimen calificado de fascismo-clerical, cuyo primer líder, el canciller Döllfus, fue asesinado por los nazis en 1934 para apoderarse del país, y su segundo, Schuschnigg acabó en un campo de concentración desde el Anchluss en 1938 hasta la derrota de Alemania en 1945.
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