Toda la retahíla de efectos y acercamientos a lugares comunes es justo el anzuelo que a mí, al menos, me atrapa al ver La Cocina. Una obra de teatro tan barroca por momentos como una escena coral de baile y piscina. Tan sencilla y trágica como unas Luces de Bohemia que cambia la miseria de los poetas por una cadena de montaje-trabajo basura de los que te devoran hasta en los minutos de descanso.

Tiempos modernos. Sumerge a través del blanco y negro como si uno estuviera teniendo un extraño recuerdo. Un recuerdo que se vuelve presente gracias a la artesanía, a la filigrana mágica de las conversaciones, al tremendo sonido y, sobre todo, a la facilidad para comunicar a través de combinaciones que mutan y permutan. La Cocina es, para mi gusto, amor por la palabra y los gestos, por contar decenas de historias en cada travelling. Ingeniería fílmica para nuestros ojos.

Un mensaje claro y áspero deja este viaje de Alonso Ruizpalacios que invoca exquisitos rituales para sobrevivir en el delirante infierno de la precariedad.