Tras un peliculón como «Rocky», ver «Rocky II» deja una sensación extraña. Quizá si no existiese la primera, vería esta segunda con otros ojos. Pero existe. Y no puedo dejar de pensar que esta prolongación es una copia desdibujada de su predecesora, pero sin llegar al nivelazo de la genuina. Todo quiere ser igual sin poder serlo, y para ser iguales, me quedo con «Rocky I», que es mejor en todos los sentidos.

Así, Rocky ha logrado éxito y dinero tras su combate con Apollo Creed, pero su mala cabeza le impide mantenerse arriba y deberá recurrir, aunque su salud se resienta, a lo único que sabe hacer en la vida: boxear. Realmente, no hay nada en esta película que sea renovador y firme, y sus puntos más importantes vienen del pasado: honor, voluntad, amor. La dirección de Stallone se aprecia algo verde y la trama se traiciona en parte a sí misma: ¿Rocky dejando que su cuñado Paulie trabaje como matón en los muelles? Qué raro. Drama familiar más que deportivo y una carrera hacia el Museo de Arte original y alegre donde las haya.

Ahora bien, Rocky siempre será Rocky y Bill Conti siempre será Bill Conti, así que prepárate para que se te pongan los pelos de punta cuando asistamos al combate definitivo de la película y presenciamos ese desenlace épico. Porque la esencia de Rocky es lo épico, y eso no pude evitarse; está ahí como el sudor y la sangre de los boxeadores.

Una interesante continuación que al compararla sale perdiendo pero por sí misma resulta eficiente y adecuada. Atención a la cazadora que Rocky se compra con un tigre en la espalda. Ya se intuía «la mirada de tigre» que nos alucinaría después. Vamos, Rocky.