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Voto de jmruiz:
8
7,4
11.970
Drama
Hirayama parece totalmente satisfecho con su sencilla vida de limpiador de retretes en Tokio. Fuera de su estructurada rutina diaria, disfruta de su pasión por la música y los libros. Le encantan los árboles y les hace fotos. Una serie de encuentros inesperados revelan poco a poco más de su pasado. (FILMAFFINITY)
28 de enero de 2024
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Perfect days retrata perfectamente esa dignidad profesional con la que cada persona cumple con su obligación dentro de un sistema social dotado de un enorme sentido de la colectividad como es el japonés; ya sea limpiando váteres o dirigiendo una empresa, y tengamos el origen que tengamos.
Wenders consigue que nos sintamos en el país nipón asistiendo a esa rutina sencilla y eficaz que repite gestos casi iguales cada día, que dota a la costumbre del carácter de ritual, y la convierte en un asidero vital lleno de humanidad.
El mismo bar en el que comer cada día, el mismo baño público en el que asearse, la misma luz que fotografiar entre los árboles, la misma higiene que servir a los demás, lejos de presentarnos a una abeja que ocupa su lugar en la colmena, muestra a una persona que lee a Faulkner -de hecho lee cada día-, que trata a las plantas y a los árboles como seres vivos, que respeta de forma inquebrantable a las personas que tiene alrededor, y demuestra sensibilidad por los problemas de quienes le rodean por encima de las diferencias personales. Y además elige a Otis Redding, Lou Reed, Van Morrison o Nina Simone como compañeros de vida a los que oir cada día en cassettes como los que un servidor tenía hace más de cuarenta años. El primer disco que compré -en Candilejas, la tienda de música de Málaga de mi juventud- fue un cassette de Pink Floyd, Wish you were here, en 1980.
La película nos habla de la posibilidad de ser felices renunciando a la abundancia de bienes materiales, al consumo compulsivo, a las necesidades inducidas por un capitalismo que nos empuja a comprar para sobrevivir; o a vivir para gastar. Un debate interesante sería si es más fácil planteárselo cuando es fruto de una elección voluntaria porque tenemos la alternativa de una familia acomodada, pero no es este el tema que trata la película.
La interpretación de Kôji Yakusho es sencillamente magnética: desde que aparece en pantalla cada mínimo gesto nos ayuda a entenderlo, cada expresión de su rostro, cada movimiento capta nuestra atención y nos sumerge en su secuencia predecible de actos cotidianos, en sus formas de comunicación humana (la partida de tres en raya con un desconocido, las miradas con el vagabundo del parque, el juego de las sombras, …), en su meticulosa manera de hacer cada tarea cotidiana, en su idéntica forma de vivir cada día perfecto. Lo que descubrimos así es que la repetición no tiene por qué conducirnos a la alienación, que se puede vivir sin ansiar la novedad, y se puede alcanzar la felicidad con aquellas pequeñas cosas de las que habla Serrat.
La composición de su personaje, el señor Hirayama, hace completamente creíble la idea de que vivir con intensidad cada pequeño momento, experimentar con plenitud cada acontecimiento por sencillo que resulte, puede dotar de sentido la vida. La hondura del ser humano también puede encontrarse en la observación de un vagabundo, en la manera precisa de asearnos, en la atención con la que miramos la naturaleza a nuestro alrededor, en una sonrisa cómplice.
Las pinceladas sobre su pasado aportan un boceto biográfico breve que no requiere de mayor profundidad para hablar de la perfección de los días y de esta manera de estar vivos.
El tour de force con el que nos obsequia Wenders al final de la película, con un derroche de expresividad gestual por parte del protagonista, nos deja en la retina el sabor de la dicha mientras suena Feeling good, de Nina Simone, a la luz de un atardecer tan cotidiano como irrepetible. Ese instante en el que la mirada se detiene sobre él es precisamente el que lo crea, según nos enseñó Matsuo Bashō. También aprendimos de él que las cosas verdaderamente inútiles son las que tienen auténtico valor.
No es casualidad que cada vez más ciudadanos/as occidentales miren a la cultura asiática al pensar sobre cuál es nuestro lugar en el mundo.
Wenders consigue que nos sintamos en el país nipón asistiendo a esa rutina sencilla y eficaz que repite gestos casi iguales cada día, que dota a la costumbre del carácter de ritual, y la convierte en un asidero vital lleno de humanidad.
El mismo bar en el que comer cada día, el mismo baño público en el que asearse, la misma luz que fotografiar entre los árboles, la misma higiene que servir a los demás, lejos de presentarnos a una abeja que ocupa su lugar en la colmena, muestra a una persona que lee a Faulkner -de hecho lee cada día-, que trata a las plantas y a los árboles como seres vivos, que respeta de forma inquebrantable a las personas que tiene alrededor, y demuestra sensibilidad por los problemas de quienes le rodean por encima de las diferencias personales. Y además elige a Otis Redding, Lou Reed, Van Morrison o Nina Simone como compañeros de vida a los que oir cada día en cassettes como los que un servidor tenía hace más de cuarenta años. El primer disco que compré -en Candilejas, la tienda de música de Málaga de mi juventud- fue un cassette de Pink Floyd, Wish you were here, en 1980.
La película nos habla de la posibilidad de ser felices renunciando a la abundancia de bienes materiales, al consumo compulsivo, a las necesidades inducidas por un capitalismo que nos empuja a comprar para sobrevivir; o a vivir para gastar. Un debate interesante sería si es más fácil planteárselo cuando es fruto de una elección voluntaria porque tenemos la alternativa de una familia acomodada, pero no es este el tema que trata la película.
La interpretación de Kôji Yakusho es sencillamente magnética: desde que aparece en pantalla cada mínimo gesto nos ayuda a entenderlo, cada expresión de su rostro, cada movimiento capta nuestra atención y nos sumerge en su secuencia predecible de actos cotidianos, en sus formas de comunicación humana (la partida de tres en raya con un desconocido, las miradas con el vagabundo del parque, el juego de las sombras, …), en su meticulosa manera de hacer cada tarea cotidiana, en su idéntica forma de vivir cada día perfecto. Lo que descubrimos así es que la repetición no tiene por qué conducirnos a la alienación, que se puede vivir sin ansiar la novedad, y se puede alcanzar la felicidad con aquellas pequeñas cosas de las que habla Serrat.
La composición de su personaje, el señor Hirayama, hace completamente creíble la idea de que vivir con intensidad cada pequeño momento, experimentar con plenitud cada acontecimiento por sencillo que resulte, puede dotar de sentido la vida. La hondura del ser humano también puede encontrarse en la observación de un vagabundo, en la manera precisa de asearnos, en la atención con la que miramos la naturaleza a nuestro alrededor, en una sonrisa cómplice.
Las pinceladas sobre su pasado aportan un boceto biográfico breve que no requiere de mayor profundidad para hablar de la perfección de los días y de esta manera de estar vivos.
El tour de force con el que nos obsequia Wenders al final de la película, con un derroche de expresividad gestual por parte del protagonista, nos deja en la retina el sabor de la dicha mientras suena Feeling good, de Nina Simone, a la luz de un atardecer tan cotidiano como irrepetible. Ese instante en el que la mirada se detiene sobre él es precisamente el que lo crea, según nos enseñó Matsuo Bashō. También aprendimos de él que las cosas verdaderamente inútiles son las que tienen auténtico valor.
No es casualidad que cada vez más ciudadanos/as occidentales miren a la cultura asiática al pensar sobre cuál es nuestro lugar en el mundo.