Y llegamos a la cuarta entrega de las aventuras (mejor dicho desventuras) de Jonathan Wick, como le llama Winston. Vamos a ir de cara desde el principio: es la más floja de las cuatro, y, a pesar de ello, sigue siendo un notable ejercicio de cine de entretenimiento masivo, una película divertida, que se ve con agrado a pesar de su desmedida duración y que deja, otra vez, buen sabor de boca, lo que hoy en día es un milagro en una saga de cuatro películas que parten de un material en apariencia tan sencillo.

Es cierto que se intenta un circense más difícil todavía que no acaba de salir redondo de todo porque ya es casi imposible estirar más el chicle. Se exagera todo tanto que ya estamos casi al límite de lo aceptable. Y el mejor ejemplo es esa escena final en las escaleras que pasa de lo épico a lo caricaturesco, o el personaje de Caine, pero ahí está la esencia de John Wick, los tiroteos inverosímiles, las peleas más exageradas que se puedan imaginar, el espectáculo que se come la racionalidad con alegría y desparpajo.

Sinceramente no entiendo las críticas a lo imposible de las hazañas de Wick ¿en serio habéis visto cuatro entregas, centenares de tiroteos a quemarropa y peleas, balazos, caídas e impactos y os extraña que Wick cruce París acribillando gente y que no aparezca la policía o no le roce una bala? Señores, es John Wick, si a estas alturas no lo habéis entendido, hacéroslo mirar.

Es verdad que todo es un poco exagerado en el diseño, en los escenarios y los personajes, y que lo ideal era que se hubiera quedado aquí, pero sigue siendo una saga que ha conseguido el increíble mérito de llegar a su cuarta entrega sin bajar (demasiado) el nivel ni traicionarse a si misma. Ahora mismo no se me ocurre ninguna otra que lo haya logrado. Sólo por eso esta entrega se merece el notable alto que se lleva.