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7,3
65.937
Western. Intriga
Pocos años después de la Guerra de Secesión, una diligencia avanza por el invernal paisaje de Wyoming. Los pasajeros, el cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) y su fugitiva Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), intentan llegar al pueblo de Red Rock, donde Ruth entregará a Domergue a la justicia. Por el camino, se encuentran con dos desconocidos: el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), un antiguo soldado de la Unión convertido ... [+]
17 de noviembre de 2019
17 de noviembre de 2019
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como si un Sergio Leone con TDAH hubiera empezado a rodar “La diligencia” (“Stagecoach”, 1939), pero al poco se hubiera quedado sin Concerta y decidido llevarse al equipo a una “escape room” para acabar haciendo un homenaje a “Reservoir Dogs” (ídem, 1992) en clave de western crepuscular. Todo eso parece “Los odiosos ocho”.
En efecto, el coqueteo con el “spaghetti western” que Tarantino iniciara en “Django desencadenado” (“Django Unchained”, 2012), se prolonga aquí, y de modo más evidente si cabe merced a la banda sonora firmada por el maestro Morricone. A su vez, el recurso a la cámara lenta, la fruición porcina con que se recrea en la filmación de la violencia y los chorros de sangre como géiseres de tomate Fruco remiten sin rubor a Sam Peckinpah. No obstante, hay en “Los odiosos ocho” una impronta especialmente poderosa, de entre las tantísimas que siempre encontramos en un cineasta impúdicamente referencial como Tarantino: la del cómic francobelga —cierto que marcado a fuego por el cine de Leone—, y dentro de éste, la saga “Durango”, de Yves Swolfs, con menos guión y más hemoglobina que el icónico “Blueberry” de Charlier y Giraud, rasgos sin duda muy del bizarro gusto de un director agraciado con un paladar a prueba de chile habanero.
Como suele ser habitual en sus maratonianas películas —ésta dura casi tres horas—, se alternan en ella momentos de cine con mayúsculas y alarmantes bajadas de tensión. A secuencias de muchos quilates suceden períodos de flaccidez rayana en la parálisis, lo cual vendría a confirmar una sospecha, la de que la genialidad se compone de iluminaciones, fugaces como el relámpago, en mitad de unas tinieblas eternas. A esa desesperante irregularidad se agarran los detractores de Tarantino, también sus admiradores. Considerándome un poco de ambos, este su octavo film me ha resultado un correcto ejercicio de estilo, ni por asomo una de sus obras más logradas. Si bien, insisto, de cuando en cuando estallan pasajes de una brillantez inapelable —el arranque, por ejemplo, es sencillamente soberbio— que le granjean el perdón por sus muchos pecados.
En efecto, el coqueteo con el “spaghetti western” que Tarantino iniciara en “Django desencadenado” (“Django Unchained”, 2012), se prolonga aquí, y de modo más evidente si cabe merced a la banda sonora firmada por el maestro Morricone. A su vez, el recurso a la cámara lenta, la fruición porcina con que se recrea en la filmación de la violencia y los chorros de sangre como géiseres de tomate Fruco remiten sin rubor a Sam Peckinpah. No obstante, hay en “Los odiosos ocho” una impronta especialmente poderosa, de entre las tantísimas que siempre encontramos en un cineasta impúdicamente referencial como Tarantino: la del cómic francobelga —cierto que marcado a fuego por el cine de Leone—, y dentro de éste, la saga “Durango”, de Yves Swolfs, con menos guión y más hemoglobina que el icónico “Blueberry” de Charlier y Giraud, rasgos sin duda muy del bizarro gusto de un director agraciado con un paladar a prueba de chile habanero.
Como suele ser habitual en sus maratonianas películas —ésta dura casi tres horas—, se alternan en ella momentos de cine con mayúsculas y alarmantes bajadas de tensión. A secuencias de muchos quilates suceden períodos de flaccidez rayana en la parálisis, lo cual vendría a confirmar una sospecha, la de que la genialidad se compone de iluminaciones, fugaces como el relámpago, en mitad de unas tinieblas eternas. A esa desesperante irregularidad se agarran los detractores de Tarantino, también sus admiradores. Considerándome un poco de ambos, este su octavo film me ha resultado un correcto ejercicio de estilo, ni por asomo una de sus obras más logradas. Si bien, insisto, de cuando en cuando estallan pasajes de una brillantez inapelable —el arranque, por ejemplo, es sencillamente soberbio— que le granjean el perdón por sus muchos pecados.