Drama que te aprieta las entrañas y te encoge el corazón gracias a sus desgarradoras interpretaciones. En una sala preparada para tal encuentro, se reúnen dos parejas: los padres de una víctima de un tiroteo masivo en un instituto y los padres del asesino. Bajo una insoportable tensión comienzan a hablar, a reprocharse, a tratar de heriste, a entenderse... No sabemos lo que saldrá de una reunión así.

Casi todo el metraje transcurre en esa habitación, y con el trabajo de los cuatro actores como armazón crítico. Trabajo sublime que sostiene la película admirablemente. La potencia de las interpretaciones y la gravedad de los temas tratados se bastan y sobran para que no quitemos ojo a la pantalla ni oído a una sola palabra. Es un drama terrible, un dramón si así lo prefieren, pero absolutamente relevante y pertinente, pocas cosas se dicen que no tengan su porqué. No hay un solo momento en que se busque la lágrima fácil, en absoluto es gratuitamente lacrimógena. Si lloran con Mass estará más que justificado, el pecado sería no emocionarse. Hablar de temas como la culpa, el perdón, el rencor o la redención se cobra su precio. Y sobre lo perdida que está hoy día parte de la juventud; quizá sea la lectura que pase más desapercibida y tal vez es a la que más tendríamos que prestar atención.

Como decía, el punto fuerte son las interpretaciones, pero en especial me quedo con las de Ann Dowd y Jason Isaacs, absolutamente deslumbrantes, parecen vivir en carne propia la tragedia. Sin desmerecer a Martha Plimpton y, sobre todo, a Reed Birney, al que le toca bailar con la más fea, al elegir una composición menos agradecida al lado de los otros tres titanes. Lo cual, dicho sea de paso, también tiene su mérito.

Por precaución, dejo una última consideración en el territorio espoiler.