Alba vuelve al cortijo familiar, donde su madre agoniza y su hermana Candela espera con una mezcla de resentimiento y resignación, el guión plantea esto como un triángulo dramático potente, heridas del pasado, la culpa de lo no dicho, la sombra de una madre ausente incluso en vida, pero lo desarrolla con demasiada urgencia y rapidez.

El conflicto entre las hermanas podría ser el motor, pero Viruega lo ahoga en silencios eternos y miradas al horizonte, Candela reprocha a Alba su huida; Alba evita cualquier confrontación, y así, en bucle, cuando por fin estalla una discusión, la única escena con chispa, dura poco.

El desierto almeriense no es un escenario, sino un personaje, sus llanuras infinitas, el crujir de la tierra bajo los pies, el sol que quema hasta los huesos, cada plano parece pintado por un artista obsesionado con la textura. Pero la dirección peca de fetichismo visual, Viruega se enamora tanto de la estética que olvida que las películas, al final, se viven con el corazón.

Los planos largos, inicialmente hipnóticos, acaban por adormecer; los silencios, en vez de cargarse de tensión, se sienten como pausas vacías, es como si el director temiera romper su propio hechizo con algo tan vulgar como un diálogo revelador o un gesto espontáneo.

Aura Garrido, con su mirada de tormenta interior, es perfecta para el papel de Alba, una mujer que huyó de su pasado y ahora regresa con las defensas rotas, su actuación es un ejercicio de minimalismo, un temblor en las manos, una lágrima que nunca cae, el problema es que el guión no le da mucho más. Candela, interpretada por Iria del Río, es el contrapunto necesario, terrenal, áspera, con raíces clavadas en la tierra árida, pero su química con Garrido brilla solo en destellos.

La fotografía es una oda a la luz natural, amaneceres dorados que tiñen las paredes descascaradas, noches azules donde el frío se siente en la pantalla, el sonido ambiente crea una inmersión casi física, hasta el diseño de vestuario merece aplausos.

Pero hasta lo técnico tiene sus grietas, la banda sonora, casi inexistente, podría haber dado ritmo a la narración, en vez de eso, hay largos minutos de silencio que acentúan la sensación de vacío, y aunque el montaje es impecable en su fluidez, hay secuencias que pudieron recortarse sin piedad.

Es una ópera prima sobria y sensible, con una clara apuesta por la contención y el simbolismo, que intenta construir un retrato íntimo del duelo, el reencuentro y la reconciliación, sin embargo, ese mismo minimalismo acaba restándole fuerza emocional, dejando al espectador a veces fuera del conflicto en lugar de implicarlo plenamente.