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Críticas ordenadas por utilidad
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7
23 de noviembre de 2017
23 de noviembre de 2017
419 de 486 usuarios han encontrado esta crítica útil
El rey Agamenón mató a un ciervo en uno de los bosques sagrados de Atenea. La diosa, furibunda, paró el viento impidiendo que la flota del rey partiera a Troya. Para que el viento volviera a soplar, Ifigenia, la hija del rey, tenía que ser sacrificada a la diosa. El mito tiene distinto final según las fuentes. Unas dicen que, efectivamente, la joven murió como ofrenda a Atenea. Otras, dicen que Artemisa la sustituyó por una cierva o una corza en el último momento y que salvó a la mujer escondiéndola en una isla. El caso es que al final, los barcos pudieron zarpar.
El sacrificio de un ciervo sagrado es el título español, incomprensiblemente errado. El original, The killing of a sacred deer hace referencia al asesinato del ciervo que caza Agamenón en la tragedia, causa del castigo que infringen los dioses, similar al que sufre la familia protagonista de la película. Este ciervo no fue sacrificado como ofrenda al Olimpo, sino cazado por pura soberbia. Si el título español hiciera referencia al segundo ciervo que Artemisa cambia por Ifigenia, en ningún caso se corresponde con la adaptación del mito que Lanthimos nos presenta. Quizás, La caza del ciervo sagrado hubiera sido más acertado, pero basta de divagaciones.
La película es un prodigio técnico de travellings y zooms que demuestran el refinamiento del cineasta griego desde que nos sorprendiera con Canino o Alpes. En sus primeras películas abundaban los planos fijos y la violencia explícita analizada con frialdad y realismo, en la línea de Michael Haneke, en quien Lanthimos siempre se ha inspirado. Da fe de ello la escena del desenlace de El sacrificio... que es un guiño a una de las escenas más tensas de Funny games.
Pero viendo su nueva película Langosta parece haber sido una transición a esta madurez técnica que recuerda más a Kubrick. No sólo por esos pasillos de hospitales que traen a la memoria el hotel de El resplandor o la nave de 2001, no sólo a los reflejos del cuerpo de Nicole Kidman a media luz, que parecen sacados de Eyes wide shut, sino también a esos planos abiertos en interiores, tan fríos como perfectamente encuadrados pese al movimiento, técnica que Kubrick desplegaba en sus últimos trabajos. Incluso en los planos más estáticos, Lanthimos nos muestra ventiladores girando para evitar un solo momento de pausa en esta trama que agita las entrañas de espectadores y personajes.
Un cirujano entabla una amistad con el hijo de un paciente muerto en la mesa de operaciones. El joven se va entrometiendo en la vida familiar hasta que un día revela una profecía al cirujano que lo obligará a tomar una decisión tan drástica como dolorosa.
Lanthimos traslada la tragedia griega al mundo médico de hoy. La creencia del destino contra la tecnología. La imposibilidad del hombre de nuestros días de salvarse de aquello ya escrito mediante los avances sanitarios, una situación ilógica para nosotros. El director plasma sus orígenes helenos en una superproducción británica, pone a una familia occidental ejemplar en un dilema de la antigüedad. La cultura clásica contra la actual. El rencor de un niño como la fuerza del destino, implacable. La negligencia del ciervo herido como mala praxis médica.
Todo esto con la frialdad que caracteriza a los personajes de Lanthimos, que desde Canino más que actuar, recitan cuales plañideras en un anfiteatro. Ni Angeliki Papoulia ni Ariane Labed, musas del director, hacen aparición en esta película, pero Colin Farrell aborda el texto con maestría, al igual que los adolescentes, fríos y apáticos. Especial mención a Alicia Silverstone, olvidada desde hace años tras el sambenito de actriz para adolescentes, quien, con apenas cuatro frases, capta la esencia del papel brindánonos una construcción de su personaje con el que pone toda la carne en el asador.
hommecinema.blogspot.fr
El sacrificio de un ciervo sagrado es el título español, incomprensiblemente errado. El original, The killing of a sacred deer hace referencia al asesinato del ciervo que caza Agamenón en la tragedia, causa del castigo que infringen los dioses, similar al que sufre la familia protagonista de la película. Este ciervo no fue sacrificado como ofrenda al Olimpo, sino cazado por pura soberbia. Si el título español hiciera referencia al segundo ciervo que Artemisa cambia por Ifigenia, en ningún caso se corresponde con la adaptación del mito que Lanthimos nos presenta. Quizás, La caza del ciervo sagrado hubiera sido más acertado, pero basta de divagaciones.
La película es un prodigio técnico de travellings y zooms que demuestran el refinamiento del cineasta griego desde que nos sorprendiera con Canino o Alpes. En sus primeras películas abundaban los planos fijos y la violencia explícita analizada con frialdad y realismo, en la línea de Michael Haneke, en quien Lanthimos siempre se ha inspirado. Da fe de ello la escena del desenlace de El sacrificio... que es un guiño a una de las escenas más tensas de Funny games.
Pero viendo su nueva película Langosta parece haber sido una transición a esta madurez técnica que recuerda más a Kubrick. No sólo por esos pasillos de hospitales que traen a la memoria el hotel de El resplandor o la nave de 2001, no sólo a los reflejos del cuerpo de Nicole Kidman a media luz, que parecen sacados de Eyes wide shut, sino también a esos planos abiertos en interiores, tan fríos como perfectamente encuadrados pese al movimiento, técnica que Kubrick desplegaba en sus últimos trabajos. Incluso en los planos más estáticos, Lanthimos nos muestra ventiladores girando para evitar un solo momento de pausa en esta trama que agita las entrañas de espectadores y personajes.
Un cirujano entabla una amistad con el hijo de un paciente muerto en la mesa de operaciones. El joven se va entrometiendo en la vida familiar hasta que un día revela una profecía al cirujano que lo obligará a tomar una decisión tan drástica como dolorosa.
Lanthimos traslada la tragedia griega al mundo médico de hoy. La creencia del destino contra la tecnología. La imposibilidad del hombre de nuestros días de salvarse de aquello ya escrito mediante los avances sanitarios, una situación ilógica para nosotros. El director plasma sus orígenes helenos en una superproducción británica, pone a una familia occidental ejemplar en un dilema de la antigüedad. La cultura clásica contra la actual. El rencor de un niño como la fuerza del destino, implacable. La negligencia del ciervo herido como mala praxis médica.
Todo esto con la frialdad que caracteriza a los personajes de Lanthimos, que desde Canino más que actuar, recitan cuales plañideras en un anfiteatro. Ni Angeliki Papoulia ni Ariane Labed, musas del director, hacen aparición en esta película, pero Colin Farrell aborda el texto con maestría, al igual que los adolescentes, fríos y apáticos. Especial mención a Alicia Silverstone, olvidada desde hace años tras el sambenito de actriz para adolescentes, quien, con apenas cuatro frases, capta la esencia del papel brindánonos una construcción de su personaje con el que pone toda la carne en el asador.
hommecinema.blogspot.fr

6,5
12.326
7
18 de diciembre de 2018
18 de diciembre de 2018
301 de 323 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jack es un arquitecto fallido y un exitoso psicópata. La película comienza con Jack contando su trayectoria a un confesor que no vemos. El criminal narra a su oyente cinco crímenes al azar, cometidos a lo largo de su vida, para defender el asesinato como arte. Sin embargo, todos y cada uno de sus argumentos serán cuestionados y rebatidos por el misterioso acompañante, dejándole en total evidencia.
Cabe decir que es totalmente comprensible que la gente se marchase de la proyección. Es una película violenta, desagradable y antipática. Además, dura dos horas y media. Sin embargo, aquel que aguante verá su proeza recompensada, pues pasado el shock de los crímenes de los que tanto se ha escrito, la revelación final del film, la cuestión que quiere alcanzar von Trier con el despropósito inicial, es sin duda una de las más interesantes de su carrera.
Cabe decir que es totalmente comprensible que la gente se marchase de la proyección. Es una película violenta, desagradable y antipática. Además, dura dos horas y media. Sin embargo, aquel que aguante verá su proeza recompensada, pues pasado el shock de los crímenes de los que tanto se ha escrito, la revelación final del film, la cuestión que quiere alcanzar von Trier con el despropósito inicial, es sin duda una de las más interesantes de su carrera.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por quitar de enmedio rápidamente la polémica de la violencia explícita, vamos a enumerarla antes de pasar al siguiente punto. En el primer capítulo la cara ensangrentada de Uma Thurman es comparada con un cuadro cubista. En el segundo, el cadáver de Siobhan Fallon es arrastrado por la carretera hasta que se le rompe el cráneo. Una mujer y sus hijos son abatidos en una partida de caza en el tercer relato y luego el cadáver de uno de los niños es deformado mediante la taxidermia, dando como resultado algo similar a los muñecos de Lucio Fulci en Don't torture a duckling. Irónica esta referencia si tenemos en cuenta que un Jack niño tortura a un pato cortándole una pata - efecto visual con una pata postiza de silicona, por cierto. Ya en el cuarto incidente Riley Keough será amorzada y se le cortarán los pechos fuera de pantalla y por último, el fallido intento de masacre colectiva final que hace referencia directamente al nazismo. Casi nada.
Tortura. Mujeres. Nazismo. La película avanza y uno no puede salir de su asombro al ver que von Trier vuelve a recurrir a los mismos clichés para provocar. A saber, personajes femeninos ingenuos y autocompasivos, como Emily Watson en Rompiendo las olas, como Björk en Bailando en la oscuridad o como Nicole Kidman en Dogville; pura carne de maltrato en el guión para el director. Luego también tenemos esa recreación en la violencia que bien merece un profundo psicoanálisis. Añadimos las continuas referencias a Hitler que tantos problemas le han costado en los últimos años y parece que el conjunto va a terminar en un sonado fracaso insoportable.
Pero, sorpresa, bien pasados cuatro capítulos de la película es por fin el personaje de Verge, el confidente, quien da un golpe en la mesa: ya basta. Cada uno de esos elementos que conforman la película es duramente criticado por el misterioso hombre dejando al descubierto la ridiculez de su teoría artística. Y efectivamente, en plena disgresión de Jack y Verge acerca del arte aparece de repente, un montaje de las películas del propio von Trier en la pantalla.
Jack es von Trier y von Trier es Jack. Jack compara el crimen como arte porque ese el cine de von Trier. Es casi pasadas dos horas de metraje cuando vemos la cara de Verge: Bruno Ganz. Uno de los ídolos del director encarnando la alta cultura, pues Verge es también Virgilio, autor de La Eneida y guía en el infierno de La divina comedia de Dante. Verge se encara con Jack/Trier y le golpea donde más duele: no en los crímenes, sino en la casa que el arquitecto nunca pudo construir ¿Por qué? Pues porque nunca ha sabido usar los materiales convencionales. Como von Trier, que nunca se ha visto capaz de seguir esquemas tradicionales en el cine. Es entonces cuando Jack construye su casa de cadáveres al igual que von Trier se muestra consciente de haber construido su filmografía mediante la violencia y la manipulación. Pero esta casa no es un lugar de cobijo, sino una puerta para el infierno. Un infierno modelado según los dibujos de William Blake y los cuadros de Delacroix. La perdición del director que no se salvará de sus propias aspiraciones.
El epílogo de la historia, Catábasis, es quizás la mayor muestra de humildad que von Trier nos ha brindado hasta la fecha. Paradójicamente, haciendo uso de sus referencias pomposas, al igual que en Melancholia. Es una pena que precisamente en un ejercicio de autoanálisis la prensa especializada únicamente le reproche lo mismo que él critica de su propio cine, pues el sadismo de la cinta, aunque accesorio, no deja de ser crucial en esta reflexión artística y filosófica, mucho más interesante que cualquier escena de violencia. Violencia, por otra parte, que ya desprovista al final de la cinta de su intención de provocar, pierde fuelle y no empaña la cuestión que von Trier quiere abordar.
hommecinema.blogspot.fr
Tortura. Mujeres. Nazismo. La película avanza y uno no puede salir de su asombro al ver que von Trier vuelve a recurrir a los mismos clichés para provocar. A saber, personajes femeninos ingenuos y autocompasivos, como Emily Watson en Rompiendo las olas, como Björk en Bailando en la oscuridad o como Nicole Kidman en Dogville; pura carne de maltrato en el guión para el director. Luego también tenemos esa recreación en la violencia que bien merece un profundo psicoanálisis. Añadimos las continuas referencias a Hitler que tantos problemas le han costado en los últimos años y parece que el conjunto va a terminar en un sonado fracaso insoportable.
Pero, sorpresa, bien pasados cuatro capítulos de la película es por fin el personaje de Verge, el confidente, quien da un golpe en la mesa: ya basta. Cada uno de esos elementos que conforman la película es duramente criticado por el misterioso hombre dejando al descubierto la ridiculez de su teoría artística. Y efectivamente, en plena disgresión de Jack y Verge acerca del arte aparece de repente, un montaje de las películas del propio von Trier en la pantalla.
Jack es von Trier y von Trier es Jack. Jack compara el crimen como arte porque ese el cine de von Trier. Es casi pasadas dos horas de metraje cuando vemos la cara de Verge: Bruno Ganz. Uno de los ídolos del director encarnando la alta cultura, pues Verge es también Virgilio, autor de La Eneida y guía en el infierno de La divina comedia de Dante. Verge se encara con Jack/Trier y le golpea donde más duele: no en los crímenes, sino en la casa que el arquitecto nunca pudo construir ¿Por qué? Pues porque nunca ha sabido usar los materiales convencionales. Como von Trier, que nunca se ha visto capaz de seguir esquemas tradicionales en el cine. Es entonces cuando Jack construye su casa de cadáveres al igual que von Trier se muestra consciente de haber construido su filmografía mediante la violencia y la manipulación. Pero esta casa no es un lugar de cobijo, sino una puerta para el infierno. Un infierno modelado según los dibujos de William Blake y los cuadros de Delacroix. La perdición del director que no se salvará de sus propias aspiraciones.
El epílogo de la historia, Catábasis, es quizás la mayor muestra de humildad que von Trier nos ha brindado hasta la fecha. Paradójicamente, haciendo uso de sus referencias pomposas, al igual que en Melancholia. Es una pena que precisamente en un ejercicio de autoanálisis la prensa especializada únicamente le reproche lo mismo que él critica de su propio cine, pues el sadismo de la cinta, aunque accesorio, no deja de ser crucial en esta reflexión artística y filosófica, mucho más interesante que cualquier escena de violencia. Violencia, por otra parte, que ya desprovista al final de la cinta de su intención de provocar, pierde fuelle y no empaña la cuestión que von Trier quiere abordar.
hommecinema.blogspot.fr
8
20 de septiembre de 2017
20 de septiembre de 2017
182 de 190 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una pareja en trámite de divorcio vende su piso. Apenas se ven, cada uno ya tiene una nueva pareja y las únicas conversaciones que mantienen son violentas discusiones. Una vez que el nido sea vendido, todo se acabaría y ambos tendrían una nueva vida si no fuera por algo: su hijo. Un hijo que llegó por accidente, que nunca fue deseado ni querido, que se pasa las noches en vela llorando y que ya apenas habla. Un día, el niño sale de casa por la mañana y ya nunca vuelve.
Zvyagintsev se ha convertido por méritos propios en el cineasta ruso más admirado de nuestros días junto a Sokurov. Ya en El regreso, debut que le valió un León de Oro, trató con maestría el tema de las recomposiciones y descomposiciones familiares con un ritmo pausado y una técnica visual heredada de Tarkovski, evidente en el pasaje de la isla desierta. Pero el director no solo ha conseguido su prestigio por copiar a los maestros, sino que además ha metido el dedo en la llaga del gobierno de Putin al denunciar la corrupción de la Iglesia y el Estado con su anterior film, Leviatán, premio de la mejor dirección en Cannes. Loveless, en cambio, vuelve a centrarse en la familia y en la educación como tema principal, criticando más a la sociedad rusa que al Estado. Eso sí, al situarse la acción en 2012 no dejan de llegar ecos de la invasión de Crimea de las televisiones que los personajes escuchan.
La película es un prodigio técnico. Cada plano fijo tiene una razón, cada movimiento de cámara, otra. El despliegue técnico de Loveless deslumbra, convirtiendo cada captura en un fotografía perfecta. Un ejemplo, la imagen fija de un bosque nevado, casi en blanco y negro, tras un leve movimiento de cámara descubrimos unos puntos naranjas al fondo del cuadro que se acercan, son los voluntarios en búsqueda del niño. Otro ejemplo, un hombre se levanta de la cama en penumbras, se acerca a la ventana y abre las cortinas, la luz entra, el hombre avanza hacia la cámara y sale del plano. Silencio, oímos la televisión y en ese plano fijo, las sábanas se mueven, la cámara entonces se mueve hacia la cama y según las sábanas siguen moviéndose la cabeza de la mujer aparece para continuar su historia. Cada movimiento está calculado de manera que es la imagen quien nos cuenta gran parte de la historia. Zvyagintsev consigue así insinuar de manera eficaz aquello que quiere que sepamos sin tener que volverlo evidente con la palabra.
La base de la narración de la película es la insinuación, no sólo a través de la imagen, sino también gracias al guión, que nos deja asimilar a nosotros mismos el comportamiento de los personajes. Al hombre, más preocupado por trepar en la escala social que en sus allegados, le veremos repetir progresivamente el mismo esquema de desentendimiento, abandono y frustración con su nueva familia. A señalar la violencia de la escena de la cuna justo al final. La mujer, superficial y agresiva, se entrega sin ningún pudor a su nuevo amor en un monólogo entre sábanas al principio de la película. Su nuevo novio parece distante y despreocupado. Sabremos cómo trata a su nueva conquista con superioridad al ver el tipo de restaurantes al que la lleva. Comprenderemos el vacío que este triunfador intenta llenar cuando conecte vía Skype con su hija en el extranjero, de aspecto físico similar a la mujer. La pregunta que nos viene a la mente es por qué la protagonista necesita el respeto y la aprobación de este hombre, otro más, que no la quiere. La respuesta llegará cuando conozcamos a su propia madre, tirana y fría.
Zvyagintsev se ha convertido por méritos propios en el cineasta ruso más admirado de nuestros días junto a Sokurov. Ya en El regreso, debut que le valió un León de Oro, trató con maestría el tema de las recomposiciones y descomposiciones familiares con un ritmo pausado y una técnica visual heredada de Tarkovski, evidente en el pasaje de la isla desierta. Pero el director no solo ha conseguido su prestigio por copiar a los maestros, sino que además ha metido el dedo en la llaga del gobierno de Putin al denunciar la corrupción de la Iglesia y el Estado con su anterior film, Leviatán, premio de la mejor dirección en Cannes. Loveless, en cambio, vuelve a centrarse en la familia y en la educación como tema principal, criticando más a la sociedad rusa que al Estado. Eso sí, al situarse la acción en 2012 no dejan de llegar ecos de la invasión de Crimea de las televisiones que los personajes escuchan.
La película es un prodigio técnico. Cada plano fijo tiene una razón, cada movimiento de cámara, otra. El despliegue técnico de Loveless deslumbra, convirtiendo cada captura en un fotografía perfecta. Un ejemplo, la imagen fija de un bosque nevado, casi en blanco y negro, tras un leve movimiento de cámara descubrimos unos puntos naranjas al fondo del cuadro que se acercan, son los voluntarios en búsqueda del niño. Otro ejemplo, un hombre se levanta de la cama en penumbras, se acerca a la ventana y abre las cortinas, la luz entra, el hombre avanza hacia la cámara y sale del plano. Silencio, oímos la televisión y en ese plano fijo, las sábanas se mueven, la cámara entonces se mueve hacia la cama y según las sábanas siguen moviéndose la cabeza de la mujer aparece para continuar su historia. Cada movimiento está calculado de manera que es la imagen quien nos cuenta gran parte de la historia. Zvyagintsev consigue así insinuar de manera eficaz aquello que quiere que sepamos sin tener que volverlo evidente con la palabra.
La base de la narración de la película es la insinuación, no sólo a través de la imagen, sino también gracias al guión, que nos deja asimilar a nosotros mismos el comportamiento de los personajes. Al hombre, más preocupado por trepar en la escala social que en sus allegados, le veremos repetir progresivamente el mismo esquema de desentendimiento, abandono y frustración con su nueva familia. A señalar la violencia de la escena de la cuna justo al final. La mujer, superficial y agresiva, se entrega sin ningún pudor a su nuevo amor en un monólogo entre sábanas al principio de la película. Su nuevo novio parece distante y despreocupado. Sabremos cómo trata a su nueva conquista con superioridad al ver el tipo de restaurantes al que la lleva. Comprenderemos el vacío que este triunfador intenta llenar cuando conecte vía Skype con su hija en el extranjero, de aspecto físico similar a la mujer. La pregunta que nos viene a la mente es por qué la protagonista necesita el respeto y la aprobación de este hombre, otro más, que no la quiere. La respuesta llegará cuando conozcamos a su propia madre, tirana y fría.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Al mostrarnos unos personajes tan desgraciados la desaparición del niño se convierte en una especie de doloroso alivio, pues nadie merece tal ambiente para crecer. Nunca vemos a los tres componentes de la familia en la misma habitación. Tampoco les veremos expresarse amor los unos a los otros. Es por ello que una escena en un sótano, con la supuesta presencia del niño cobra fuerza. Por cómo es el dolor más visceral, el que llega tras un shock, el que deja entrever un atisbo de humanidad y ternura. Cómo una familia destrozada para siempre hubiera podido de alguna manera afianzarse, incluso sabiendo que ya es demasiado tarde, pues los sentimientos más primarios brotan ante el horror.
Zvyagintsev disecciona a esta familia para extrapolar el ejemplo a la sociedad rusa, a la que reprocha su falta de empatía y solidaridad. En el último plano de la película vemos a la mujer corriendo en una cinta de fitness con el chándal de la selección rusa, bajo los copos, intentando hacer frente a la adversidad con un falso optimismo similar al patriotismo. Sin embargo, a los pocos segundos se para agotada sin poder seguir adelante, he ahí el mensaje de Zvyagintsev a sus compatriotas.
hommecinema.blogspot.fr
Zvyagintsev disecciona a esta familia para extrapolar el ejemplo a la sociedad rusa, a la que reprocha su falta de empatía y solidaridad. En el último plano de la película vemos a la mujer corriendo en una cinta de fitness con el chándal de la selección rusa, bajo los copos, intentando hacer frente a la adversidad con un falso optimismo similar al patriotismo. Sin embargo, a los pocos segundos se para agotada sin poder seguir adelante, he ahí el mensaje de Zvyagintsev a sus compatriotas.
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7,9
67.590
7
30 de julio de 2019
30 de julio de 2019
162 de 194 usuarios han encontrado esta crítica útil
A nadie le pilló por sorpresa que, cuando Bong Joon Ho subió a recoger la Palma de oro al escenario mencionase a Claude Chabrol en su discurso. Parasite bebe del misterio y la intriga del maestro francés. Más que la lucha de clases, el tema que trata la película es la infiltración de clases, la invasión, la colonización. Al igual que Isabelle Huppert y Sandrine Bonnaire dominaban a la familia burguesa de La ceremonia. Al igual que Anna Muglalis se adentraba en los lazos de sangre de la clase alta para horror de la matriarca en Gracias por el chocolate. Tanto en Parasite como en las cintas de Chabrol, cada individuo se acerca lentamente a su objetivo, sea la corona del rey o sea eliminar al peón que supone un peligro. La lucha de clases sólo llega a tener lugar antes de la batalla, calculando cada movimiento. Cuando la tensión explota, el instinto de supervivencia aparece, dejando de lado principios y normas.
Una familia que vive en un sótano del suburbio de Seúl ve la oportunidad de su vida: tras hacerse pasar por profesor de inglés, un joven infiltrará a toda su familia en una lujosa mansión, sustituyendo a los empleados uno a uno.
A nadie pilló por sorpresa, tampoco, que Bong Joon Ho volviera a dar una clase magistral de dirección, manejando la cámara y el ritmo como nadie. Pero es que en Parasite logra captar unas acrobacias formidables girando la cámara en interiores. Dentro de la mansión, los actores se esconden en las esquinas, la cámara atraviesa habitaciones y pivotea para enfocar el espacio tras las paredes, revelando al espectador las intenciones de cada personaje. Una coreografía salvaje a ritmo frenético que aumenta la tensión y el miedo a que los infiltrados sean descubiertos. Mención especial merece la estantería de la cocina, iluminada, con la escalera del sótano justo enmedio: un rectángulo de oscuridad del que puede salir cualquier cosa.
La crítica social de una Corea en la que la desigualdad entre clases se dispara parece ser el mantra de sus productos exportados a festivales. Ya el año pasado Burning causó sensación desde un punto de vista distinto, mucho más austero y reposado. Train to Busan hizo hincapié en el tema a través del género de zombis y el propio Bong Joon Ho sorprendió con su adaptación de Snowpiercer cinco años antes, por poner un par de ejemplos. El cine coreano, tanto de autor como el comercial, parece gozar de un compromiso social y político, envidia, o no, he ahí el problema, del resto de industrias internacionales, mucho más comedidas al respecto.
Una familia que vive en un sótano del suburbio de Seúl ve la oportunidad de su vida: tras hacerse pasar por profesor de inglés, un joven infiltrará a toda su familia en una lujosa mansión, sustituyendo a los empleados uno a uno.
A nadie pilló por sorpresa, tampoco, que Bong Joon Ho volviera a dar una clase magistral de dirección, manejando la cámara y el ritmo como nadie. Pero es que en Parasite logra captar unas acrobacias formidables girando la cámara en interiores. Dentro de la mansión, los actores se esconden en las esquinas, la cámara atraviesa habitaciones y pivotea para enfocar el espacio tras las paredes, revelando al espectador las intenciones de cada personaje. Una coreografía salvaje a ritmo frenético que aumenta la tensión y el miedo a que los infiltrados sean descubiertos. Mención especial merece la estantería de la cocina, iluminada, con la escalera del sótano justo enmedio: un rectángulo de oscuridad del que puede salir cualquier cosa.
La crítica social de una Corea en la que la desigualdad entre clases se dispara parece ser el mantra de sus productos exportados a festivales. Ya el año pasado Burning causó sensación desde un punto de vista distinto, mucho más austero y reposado. Train to Busan hizo hincapié en el tema a través del género de zombis y el propio Bong Joon Ho sorprendió con su adaptación de Snowpiercer cinco años antes, por poner un par de ejemplos. El cine coreano, tanto de autor como el comercial, parece gozar de un compromiso social y político, envidia, o no, he ahí el problema, del resto de industrias internacionales, mucho más comedidas al respecto.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Parasite no es excepción en abordar el abismo social, pero sorprende mucho más por el retrato de sus personajes, lejos de la caricatura aunque sin renunciar a la extravagancia. Por un lado, los ricos no son maléficos seres manipuladores, sino una familia de ingenuas almas a los que es muy fácil torear. Por otro, los pobres deben tragarse todo principio moral para poder sobrevivir y distan de ser unos angelitos. Cuando la película muestra su giro de guión, comprendemos que la guerra no es sólo entre clases, sino que además hay que pisarse los unos a los otros para poder seguir adelante. Pero lo que es más aterrador son las carcajadas que nos arranca esta pelea eterna. Los espectadores nos regocijamos en la crueldad máxima de un slapstick negrísimo que hace que nos sorprendamos de nuestras reacciones. Risas que se terminan en el amargo epílogo en el que vemos, en efecto, un pobre hombre condenado a vivir como una cucaracha ante la luz.
hommecinema.blogspot.com
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6,4
24.655
7
30 de mayo de 2016
30 de mayo de 2016
138 de 153 usuarios han encontrado esta crítica útil
Café society es el término acuñado en los años treinta que se utiliza para designar a los habituales en cafés, clubs y restaurantes de moda. Woody Allen sitúa su nuevo film en esta época, a caballo entre Los Ángeles y Nueva York, para mostrarnos un preciso estudio del ambiente de entonces en ambas ciudades. La película, en la que el propio director participa como narrador, nos pone al día de los pormenores y cotilleos de las personas más respetables de la aristocracia estadounidense que se entregan a los placeres mundanos en fiestas en torno a una piscina o en clandestinos clubs de jazz, cuando no al crimen.
Aunque el film hace constantes menciones a los dramas románticos protagonizados por Barbara Stanwyck, la primera referencia que nos viene en mente al ver la película es Truman Capote. En la polémica novela inacabada Plegarias atendidas el escritor utilizaba la figura de un chapero para diseccionar los secretos y miserias de la socialité más próxima a sí mismo, hazaña que le valió numerosas enemistades durante la redacción. El club Les tropiques de la película bien podría tratarse de La côte basque de la novela, donde los acaudalados clientes se exhiben cuales pavos reales para disimular las miserias de sus vidas privadas, de las que todo el mundo parece estar al corriente.
Mientras Capote pretendía actualizar los ambientes de En busca del tiempo perdido de Proust utilizando la decadencia y la depravación de sus círculos cercanos para meter el dedo en la llaga; Woody Allen, en cambio, observa y rememora ciertos modos de vida con admiración por la extravagancia, como si en los años 30 incluso los individuos más frívolos y superficiales hubieran tenido una factura impecable.
"Para ver y dejarse ver" es el acertado subtítulo del film donde el sobrino de un importante magnate del cine desembarca en Hollywood para conocer el amor y el desamor. La asistente de su tío le enseña la ciudad y ambos se enamoran al ver que son dos personas que no encajan en ese ambiente de lujos obscenos. Eisenberg y Stewart trabajan por tercera vez juntos y la química es evidente. Resulta sorprendente observar cómo dos actores tan antipáticos llenan la pantalla al compenetrarse, de la misma forma que hicieron en la nostálgica comedia adolescente Adventureland.
Pero Café society no es solamente una comedia romántica. La película también habla de cómo cambiamos con el tiempo, de cómo separarse del dolor no siempre nos lleva a la felicidad y de los recuerdos del amor platónico de juventud, muy en la línea de Esplendor en la hierba. Las ambientaciones son casi perfectas. El frenesí de los estudios de Hollywood viene representado de forma más auténtica que la malograda Hail César de los Coen, estrenada unos meses antes en la Berlinale, y los bajos fondos neoyorquinos nos remiten al encanto de Balas sobre Broadway, también de Woody Allen.
Además, en el último tercio del film la comedia va desapareciendo sutilmente dejando paso a una melancolía que estalla en el perfecto final abierto, como si de repente nos hubiéramos topado de bruces con un drama sureño en pleno Central Park. Los protagonistas ausentes, perdidos en recuerdos que han dejado pasar y sin que podamos entender qué será de cada uno de ellos. Un film más que agradable, otra carta de amor de Allen a Nueva York, otra hora y algo en la que el director nos hace viajar en el espacio y en el tiempo. Una suerte tener a Woody Allen.
Aunque el film hace constantes menciones a los dramas románticos protagonizados por Barbara Stanwyck, la primera referencia que nos viene en mente al ver la película es Truman Capote. En la polémica novela inacabada Plegarias atendidas el escritor utilizaba la figura de un chapero para diseccionar los secretos y miserias de la socialité más próxima a sí mismo, hazaña que le valió numerosas enemistades durante la redacción. El club Les tropiques de la película bien podría tratarse de La côte basque de la novela, donde los acaudalados clientes se exhiben cuales pavos reales para disimular las miserias de sus vidas privadas, de las que todo el mundo parece estar al corriente.
Mientras Capote pretendía actualizar los ambientes de En busca del tiempo perdido de Proust utilizando la decadencia y la depravación de sus círculos cercanos para meter el dedo en la llaga; Woody Allen, en cambio, observa y rememora ciertos modos de vida con admiración por la extravagancia, como si en los años 30 incluso los individuos más frívolos y superficiales hubieran tenido una factura impecable.
"Para ver y dejarse ver" es el acertado subtítulo del film donde el sobrino de un importante magnate del cine desembarca en Hollywood para conocer el amor y el desamor. La asistente de su tío le enseña la ciudad y ambos se enamoran al ver que son dos personas que no encajan en ese ambiente de lujos obscenos. Eisenberg y Stewart trabajan por tercera vez juntos y la química es evidente. Resulta sorprendente observar cómo dos actores tan antipáticos llenan la pantalla al compenetrarse, de la misma forma que hicieron en la nostálgica comedia adolescente Adventureland.
Pero Café society no es solamente una comedia romántica. La película también habla de cómo cambiamos con el tiempo, de cómo separarse del dolor no siempre nos lleva a la felicidad y de los recuerdos del amor platónico de juventud, muy en la línea de Esplendor en la hierba. Las ambientaciones son casi perfectas. El frenesí de los estudios de Hollywood viene representado de forma más auténtica que la malograda Hail César de los Coen, estrenada unos meses antes en la Berlinale, y los bajos fondos neoyorquinos nos remiten al encanto de Balas sobre Broadway, también de Woody Allen.
Además, en el último tercio del film la comedia va desapareciendo sutilmente dejando paso a una melancolía que estalla en el perfecto final abierto, como si de repente nos hubiéramos topado de bruces con un drama sureño en pleno Central Park. Los protagonistas ausentes, perdidos en recuerdos que han dejado pasar y sin que podamos entender qué será de cada uno de ellos. Un film más que agradable, otra carta de amor de Allen a Nueva York, otra hora y algo en la que el director nos hace viajar en el espacio y en el tiempo. Una suerte tener a Woody Allen.
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