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Críticas 3
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
27 de diciembre de 2021
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La he visto y me ha parecido muy interesante y, sobre todo, muy valiente tratar de enfrentarse a realizar una sátira tan compleja como esta. Inevitablemente se deberá a recurrir a más de un tópico, tratado infinidad de veces en otras sátiras brillantes y ácidas, ya desde el cine mudo: si metes al presidente de los USA en un asunto así (y no te puedes escapar, lo tienes que meter) tarde o temprano estás obligado a utilizar el recurso satírico de que los motivos electorales marcan sus motivaciones respecto a la urgencia presentada. Osea, aspectos tratados hasta la saciedad anteriormente, con gags y escenas memorables que ya son historia del cine y forman parte de la memoria colectiva, sabiendo perfectamente que una tropa de críticos te van a decir que eso ya se ha tratado antes... pero en un tema com este no hay salida ¡se tiene que tratar! Pero ¿Cómo lo haces?

Creo que McKay (al que admito no conocer hasta ayer) ha hecho seguramente lo máximo a lo que nadie, medianamente inteligente e inspirado, puede hacer hoy día con el desgaste con el que le ha llegado la materia prima. Resulta de mal comparar que plato habrían servido otros cocineros con material tan gastado, porque no hay tantos y mucho menos que se atrevan. Los resultados que nos muestran la película me parecen en general bastante plausibles, con momentos brillantes, ideas sorprendentes y otras, claro, no tanto.

El problema que tiene eso de aventurarse a crear un filme como este (por otra parte, absolutamente necesario: ¡necesitamos comedias! ¡necesitamos sátira! ¡necesitamos corrosividad! nos estamos volviendo por un lado demasiado serios, solemnes, “ofendibles” y por el otro demasiado estúpidos y acomodados en la broma plana) es que ya se han contado todos los chistes buenos, realizado todos los mejores gags, con la máxima creatividad, en épocas en las que el cine lo era todo y, en consecuencia, la lucha por obtener el máximo talento era durísima. ¿A quién le importa ahora el cine, con la competencia que tiene a nivel de entretenimiento, información, etc?

No digo que los castings y la exigencia no sean duros, ni las colas y codazos por entrar en el mundo del cine no sean largas, pero dudo que ni mucho menos lo quilométricas que fueron los años 20, 30 o 40 (y ya en los 50 la cosa decreció, al aparecer la televisión, el rock&roll y otros focos de atracción para ser estrella). En un mundo donde incluso el atractivo por la música pop más comercial está en crisis (cualquier joven prefiere antes ser influencer o famosillo, por exponerse en un reality, que ser estrella del pop: cantar y bailar representan un esfuerzo, son oficios duros, con su disciplina y lo otro es simplemente ser uno mismo), el cine ha quedado muy atrás.

Que Hollywood haga un filme como este merece, con todas las incoherencias y contradicciones que suponga que la haya producido Netflix, etc. muy meritorio. Es uno de los tipos de película que Hollywood siempre hizo mejor que nadie y que, desde hace ya demasiado, ha dimitido de volver a intentar. La película, teniendo su propia identidad perfectamente delimitada, parece reflejarse claramente en Dr. Strangelove, de Kubrick, o el Gran carnaval, de Billy Wilder, que creo que el mismo director y guionista aceptará que no ha superado en absoluto excepto en los consabidos apartados dedicados a la tecnología. Como tampoco ha superado las causticas sátiras sociales de Berlanga (sobre todo Plácido), ni La Kermesse heroica de Feyder, ni a Chaplin, ni tantas otras películas y autores que en su momento crearon un mundo (ético y estético) en si mismo. Pero tiene sus goles, genuinos y que merecen ser destacados.

Por un lado muestra una narrativa ágil sin recurrir al apabullamiento y la trepidación exhaustiva; una estética neutra, ecléctica (planos documentales mezclados con escenas de toque épico, casi mesiánico, con grúas elevándose por encima de coches parados y la gente fuera, al estilo Spielberg), engarzado con suavidad y gracia; unos actores en estado de gracia (el duo de presentadores del magazine televisivo están cocidos al punto perfecto, sin pasarse de grotescos ni de demasiado frenados, tal parece que el programa exista: los vemos cada día, comportarse exactamente igual, en programas similares en cualquier parte del planeta, no solo en USA) y creo que es difícil que haya en este momento una foto tan exacta del estado del mundo antes de una catástrofe como la que se puede ver aquí. Porque las críticas referidas a que la película es demasiado americana, pensada en "americano" y para espectadores "americanos", siendo totalmente cierta en su génesis no lo es en absoluto en su resultado final, ya que lo que tanto los personajes, comportamientos de la sociedad en general y de sus personajes en particular me parecen perfectamente extrapolables a cualquier parte del planeta, al menos en el la parte del planeta que me ha tocado vivir. Las reacciones humanas que se muestras, todo lo que se ve, me parece cercano, lo sufro, lo vivo, y el clic que mi cerebro tiene que hacer para sentirme interpelado en los aspectos culturales que no entiendo no ha sido mayor que el que hago para una película de Ozu y la cultura japonesa (y sus cambios por la influencia extranjero) de los años 30, 40 o 50.

Me sabe mal ser tan poco original de encontrar la pega de parecerme demasiado larga, que le ven muchos (sí, yo también habría tratado de pensarla, ya desde el guion para una hora y media, o diez minutos más, como máximo, para concentrar mejor los puñetazos y el aire necesario para recuperarnos de cada uno de ellos aunque... que fácil es decir esto desde la butaca, con el producto que ha costado tanto sudor, ya acabado). No será una obra maestra, pero tal como están las cosas seguramente se trata de lo más parecido a ello que la situación del cine de Hollywood permita en estos momentos. Con lo cual dicho ¡bienvenida!
20 de septiembre de 2023 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre me ha atraído el formato corto y amo el cine mudo. Amo el periodo al cual se suele encuadrar, pero también como arte único, en absoluto obsoleto, con una latente vigencia a la espera de su redescubrimiento. Si no se continúa explorando (más allá de los esporádicos pastiches, de fortuna desigual, de turno) sospecho que se se debe más a un enquistado prejuicio, escudado en un supuesto progresismo, cuando en realidad esconde unas intenciones escleróticamente conservadoras, de base profundamente comercial, que a una realidad objetiva.

Creo que parte de la mala fama de “tara superada” (aunque se admitan cierto número de obras maestras por los cinéfilos medianamente sensibles, casi siempre con la coletilla de “¡y eso que es muda!”, como si fuese una pega a tener en cuenta) viene por su etiqueta, asociada a amputación, a algo incompleto. Ningún compositor que se precie compondría solo música cantada por considerar inferior la instrumental, por “muda”. Tildaríamos de bruto a quien afirmase que la música es inferior a la pintura por “ciega” o la pintura inferior a la música por lo mismo que el cine mudo lo es al sonoro ¿No? Y a pesar de cómo están las cosas, de vez en cuando se presenta alguna obra valiente, que representa toda una redención. Redemptio, dirigida por Gonzalo González Undurraga y coescrita por el director y su protagonista, Leonardo Monreal Molina, y que he tenido la suerte de ver en la exhibición online del Kursaal Film Festival San Sebastián, hace honor a su título, representando una pequeña luz, alejada de la parodia, la condescendencia histórica o la mera pose esteticista.

Para todo ello, el director decide prescindir del sonido diegético y del color. Aquí tenemos únicamente la imagen, en un blanco y negro sorprendentemente luminoso con el que se consigue acrecentar la oscuridad de todo lo que se expone, y una música desasosegante, lujoso trabajo de Javier Casado, que se la juega al usar una rica paleta sonora, con disonancias, silencios y texturas sinfónicas que podrían bien dar al traste con la sensación de soledad y austeridad tanto de personajes como de paisajes. Por fortuna, eso no es así y se convierte en la descripción sónica del discurrir neuronal del protagonista, por su parte interpretado por Leonardo Monreal Molina con la difícil intensidad interiorizada que requiere el personaje.

Undurraga nos sorprende e hipnotiza mostrándonos la cara humana de un hombre que ha cometido un acto execrable, consiguiendo que empaticemos con su angustia. Para ello recurre a una efectiva combinación de elegantes planos fijos y trávellings (magnífica la toma que gira alrededor del hombre) pero rehúye a sobreexplicar, a enfatizar con efectismos vacuos. El director prefiere jugar con la sugerencia, las desestabilizaciones visuales sutiles, la elipsis llevada al límite y el valor simbólico de los objetos (ese espejo roto del comienzo, que, al igual que hace Lois Weber al final de su Shoes (1916), se usa para mostrar el cambio que se va a producir en la actitud de un hombre del cual todavía no sabemos nada), pero va dejando suficientes asideros para que el espectador pueda llenar por su cuenta los espacios escamoteados. Al ver el film, uno siente esa extraña y agradable sensación de que se le está tomando por un ser que puede pensar por sí mismo y sentirse partícipe y creativo a la vez, no por una cuestión de dimisión de responsabilidades (Undurraga sigue siendo, ayudado por su equipo, el firme artífice de la obra) sino por formar parte de un proceso de crecimiento interior, compartido.

En definitiva, Redemptio me ha parecido una película que, paradójicamente (debido a la opresión de su atmósfera y contenido) supone una bocanada de aire fresco que, entre sus muchas virtudes, demuestra la validez de un arte abandonado. Undurraga decide mirar el cine mudo de frente, recogiendo la herencia de los clásicos (no solamente del mudo, desde luego) pero tratando de ser el mismo, desde el aquí y el ahora, con unas herramientas sencillas pero empleadas con mano sabia, avanzando hacia el futuro.
25 de abril de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Descubierto en el Barciff 2025, La rosa es un excepcional cortometraje que apunta a un doble objetivo que priori parecía condenado al fracaso (aunar el cine de denuncia, puro y duro, con la sutileza, también pura pero llena de suavidad y matices) y, a pesar de tener todos los elementos en contra, dar en el centro de la diana y conseguir, creo yo, satisfacer al espectador más exigente en ambos aspectos.

De entrada, cuando se usa el cine para denunciar una injusticia o reivindicar mejora social, resulta imprescindible hilvanar un discurso accesible y claro para llegar a la máxima cantidad de público, más allá de su sensibilidad y nivel de exigencia. Pero esa máxima cantidad de público incluye aquél que no admite panfletos burdos, unidimensionales y maniqueos, que exige un cierto nivel poético, huir de los clichés. En ese sentido hay obras que han llegado a lo más hondo, pero también es cierto que muchas otras han descarrilado por el exceso de frontalidad y simpleza. Esa simpleza que aleja a ese público exigente que he comentado.

Luego hay otras que se exceden en la excelencia, llegando a convertirse en auténticas obras de arte, poesía para los más sibaritas. Desde luego hay muy buen cine en ese apartado, pero el motivo principal de algo con un contenido de tipo social es precisamente que afecte a lo social. Eso, por desgracia, en ese segundo tipo de filmes no siempre es así y se corre el peligro que esas obras acaben encerradas en círculos estancos para entendidos, con lo que se produce el efecto contrario del buscado.

En La rosa, Gonzalo González Undurraga y Ingrid Sempere consiguen, con la inestimable ayuda del duo actoral (unos perfectos para sus roles Leonardo Monreal Molina y, sobre todo, Meritxell Calvo) poner en pantalla una denuncia, no por habitual menos necesaria (el maltrato de género, dentro de la pareja) y al mismo tiempo poner todos los esfuerzos en elevar el arte cinematográfico a su máxima cuota de exigencia narrativa y poética. Los peligros y las trampas que había en el camino eran muchísimos, pero el duo cineasta los sortea con una donosidad asombrosa.

En todo momento nos queda claro en lo que desembocará ese aparente amor, que la violencia (psíquica, física) acabará por desplegar sus alas funestas, pero en ningún momento se nos muestra de un modo frontal. Es más, todo es muy pulcro, muy pacífico. No hay gritos, ni golpes, tampoco escenas de dramatismo desaforado. Es más, las elipsis encadenadas son su vehículo básico. Unas elipsis que son oro puro, como esa rosa del título, que tanto sugiere (y no ahondo más en ella para no desvelar demasiado), pero también el uso de los elementos de la escenografía. Mención aparte de los espejos, que va mucho más allá de lo estético (que también lo es), para describir como la relación entre los dos personajes se descompone, unos espejos que en manos menos sutiles estarían rotos, se agrietarían, se romperían. Aquí no hay necesidad de ello. El rompimiento, el resquebrajamiento, se expresa en la multiplicidad de imágenes reflejadas en un plano prodigioso que nos remite a uso simbólico a la gran época ese objeto, la lejana (pero muy reivindicable) del Mario Caserini de Ma l'amor mio non muore (1913), donde un triple espejo ejerce las funciones del plano-contraplano en todas las direcciones, acercándose y alejándose de los personajes en una coreografía precisa, nada arbitraria.

La austeridad y la esencialidad (no me gusta decir minimalismo, aquí, porque el duo cineasta ha privilegiado la fluencia de una herida que se desangra más que la hipnosis de motivos simples, en bucle) de la puesta en escena, del decorado y de la iluminación (perfecta fotografía) y un uso nada casual de los colores, da la sensación que era lo que ese asistir al nacimiento de un monstruo necesitaba. De alguna forma, hay algo de El huevo de la serpiente (1977), de Ingmar Bergman, que trata de los horrores del nazismo, pero antes de que aquél termine de eclosionar, tome el poder y despliegue su barbarie.

La barbarie en La rosa, se huele, se intuye, se sufre.
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