Viendo esta película, ponderada en su momento, uno vuelve a constatar cuánto ha cambiado en general y para bien el relato cinematográfico, la construcción de las historias, el rigor narrativo y los guiones.

Scarface dura holgadamente más de dos horas y media, y es trabajoso llegar al final, si bien en el último tramo tiene un intento de recomposición, y al menos nos permite efectivamente cruzar la meta. Exiliados cubanos llegan en masa a Miami y según nos cuentan integrando sus filas muchos delincuentes que Castro se encargó de quitarse de encima, dentro de los cuales estaba Tony Montana (Scarface, Al Pacino).

La escalada a las altas posiciones del tráfico de drogas puede ser rápida, si se construye a base de balas y auto-declarado coraje: ahí deambulará el relato que nos aguarda. Mujeres bonitas, fiestas regadas de alcohol y drogas, amigos fieles, mansiones, traiciones, socios de negocio, y balas otra vez y siempre que se necesite. Y así se va el tiempo, con un Al Pacino, eso sí, construyendo a un personaje tan verosímil como simpático en los primeros acordes y bastante desagradable en la medida que la historia avanza. Pero todo a bala, insultos, humillaciones a quien ande cerca. Uno no sabe bien qué es lo que ha visto, y siente que en cierta medida podía haber aprovechado el tiempo mejor.